…y cada primavera nace una flor con pétalos de mayo.
En los momentos en que Embarca volvía de la casa de vecinos más próximos donde tomó el ritual té con el tostado maní del lejano Senegal, atardecía y el crepúsculo enrojecía con pasos firmes las fachadas de las casas. De inmediato, los Grupos Urbanos de Seguridad (GUS) iban bajando para conquistar las calles y puntos neurálgicos a raíz de las protestas independentistas de finales de mayo.
El clima de temor se respiraba por doquier entre la ciudadanía, imperaba más bien un marasmo fantasmagórico, acentuado por los sucesivos apagones de un antiguo generador eléctrico que databa de la época franquista, y cuyas ruedas dentadas cuando estaban en marcha perturbaban igualmente la tranquilidad del vecindario de avenida Cataluña. Para colmo, el corte de luz dejó a la población sin los panes crujientes del noble Manolo, y la oscuridad encubrió a los GUS en la “caza de brujas”.
La G 3 No 13, de la barriada Colomina, habitualmente se encontraba cerrada y el umbral de la casa repelía constantemente el azote de aire que despedían las cercanas olas del mar. Sin embargo, esa noche, los agentes no vacilaron en acatar la orden prescrita en la comisaría de la Plaza “Mechuwar”, ésta última representa con su espacio a cielo abierto y el modelo arquitectónico, el emblema de la filosofía de la ocupación. El asalto de la casa de la señora Embarca fue arbitrado por un suboficial de baja estatura, panzudo, de brazos consistentes y con un tic nervioso en la comisura de la boca. Se mostró desafiante y procedió en su empresa antes del último canto de gallo del amanecer, no sin antes consultar un plano de líneas entrecortadas entre sí que dibujaban a su manera la vivienda de los Embarek.
Los Paramilitares irrumpieron por la fuerza en el mismo momento en que se levantó un requerimiento envuelto en llanto de una mujer con un “DEJADNOS EN PAZ”. Salma, la hija mayor de la familia, intentó cerrarles el paso, pero los fuertes codazos en su cuerpo apaciguaron su intención. El ajetreo y la trifulca entre agresores y agredidos, despertaron la curiosidad de vecinos que siguieron la trágica escena con sigilo desde los anchos ventanales de rejas metálicas carcomidas por el tiempo y el salitre.
Informaron a un mando superior interesado por los pormenores de la acción, llamando desde un móvil de timbre extraño. Se levantó aturdido a causa de la cargada humedad que oprimía el ambiente en el interior del cuarto donde reposó algunos minutos tras levantar la bandera independentista en avenida Smara, el mismo día del fallecimiento del abuelo.
Estaba lívido, agitado, consultó el frágil reloj de pared de marca asiática. Abrió precipitadamente la puerta del lavabo, lavó la cara sin interesarse por la pastilla de jabón que tenía enfrente. Encontró su rostro reflejado en el espejo de fantasía, rehusó tal encuentro con el “otro”, como si nunca hubiese existido tal semejanza. Salió en busca de la madre que tartamudeó algunas palabras en voz baja. Se oyeron entonces los primeros trompazos de los GUS, no había tiempo que perder, besó la frente de la "vieja”, como la llamaba cariñosamente, y salió disparado hacia el traspatio que llevaba a las afueras.
Después de tanta espera, amaneció con desesperación, Hamdi no había vuelto a casa, la ciudad parecía más tranquila de lo normal. El terrible viaje de búsqueda llevó a la madre por calles, páramos, puertas de comisarías y hasta se paró en más de una ocasión frente a la cárcel “negra”. Lo encontró, inerte, sangraba por los oídos y por la nariz en un centro médico. “Lo golpearon en la cabeza” informó el médico de turno. Salió absorta del lugar, iracunda, con ganas de caminar. Caminó, pero no sabía exactamente adonde iba, la mente y el cuerpo se entretejieron por el dolor. Era un viaje hacía lo incierto, cruzó un terraplén de altibajos. Se esforzaba en olvidar la congoja que martillaba a sus nervios.
Probablemente, las agujetas en las rodillas y pies hicieron reflexionar a la mujer, que supo entonces que caminaba hacia el oeste, hacia el mar, el océano, encarada justamente a la refrescante brisa que en otros tiempos quizás absorbía las lágrimas y el sudor sin dejar de atizar los recuerdos. Embarca, se paró por un momento, mostraba silencio y dolor. Al fin del largo viaje, optó por continuar la estela del reencuentro con el espíritu, después de haber hallado el cuerpo sin vida en un frío hospital.
Mayo 2006
En los momentos en que Embarca volvía de la casa de vecinos más próximos donde tomó el ritual té con el tostado maní del lejano Senegal, atardecía y el crepúsculo enrojecía con pasos firmes las fachadas de las casas. De inmediato, los Grupos Urbanos de Seguridad (GUS) iban bajando para conquistar las calles y puntos neurálgicos a raíz de las protestas independentistas de finales de mayo.
El clima de temor se respiraba por doquier entre la ciudadanía, imperaba más bien un marasmo fantasmagórico, acentuado por los sucesivos apagones de un antiguo generador eléctrico que databa de la época franquista, y cuyas ruedas dentadas cuando estaban en marcha perturbaban igualmente la tranquilidad del vecindario de avenida Cataluña. Para colmo, el corte de luz dejó a la población sin los panes crujientes del noble Manolo, y la oscuridad encubrió a los GUS en la “caza de brujas”.
La G 3 No 13, de la barriada Colomina, habitualmente se encontraba cerrada y el umbral de la casa repelía constantemente el azote de aire que despedían las cercanas olas del mar. Sin embargo, esa noche, los agentes no vacilaron en acatar la orden prescrita en la comisaría de la Plaza “Mechuwar”, ésta última representa con su espacio a cielo abierto y el modelo arquitectónico, el emblema de la filosofía de la ocupación. El asalto de la casa de la señora Embarca fue arbitrado por un suboficial de baja estatura, panzudo, de brazos consistentes y con un tic nervioso en la comisura de la boca. Se mostró desafiante y procedió en su empresa antes del último canto de gallo del amanecer, no sin antes consultar un plano de líneas entrecortadas entre sí que dibujaban a su manera la vivienda de los Embarek.
Los Paramilitares irrumpieron por la fuerza en el mismo momento en que se levantó un requerimiento envuelto en llanto de una mujer con un “DEJADNOS EN PAZ”. Salma, la hija mayor de la familia, intentó cerrarles el paso, pero los fuertes codazos en su cuerpo apaciguaron su intención. El ajetreo y la trifulca entre agresores y agredidos, despertaron la curiosidad de vecinos que siguieron la trágica escena con sigilo desde los anchos ventanales de rejas metálicas carcomidas por el tiempo y el salitre.
Informaron a un mando superior interesado por los pormenores de la acción, llamando desde un móvil de timbre extraño. Se levantó aturdido a causa de la cargada humedad que oprimía el ambiente en el interior del cuarto donde reposó algunos minutos tras levantar la bandera independentista en avenida Smara, el mismo día del fallecimiento del abuelo.
Estaba lívido, agitado, consultó el frágil reloj de pared de marca asiática. Abrió precipitadamente la puerta del lavabo, lavó la cara sin interesarse por la pastilla de jabón que tenía enfrente. Encontró su rostro reflejado en el espejo de fantasía, rehusó tal encuentro con el “otro”, como si nunca hubiese existido tal semejanza. Salió en busca de la madre que tartamudeó algunas palabras en voz baja. Se oyeron entonces los primeros trompazos de los GUS, no había tiempo que perder, besó la frente de la "vieja”, como la llamaba cariñosamente, y salió disparado hacia el traspatio que llevaba a las afueras.
Después de tanta espera, amaneció con desesperación, Hamdi no había vuelto a casa, la ciudad parecía más tranquila de lo normal. El terrible viaje de búsqueda llevó a la madre por calles, páramos, puertas de comisarías y hasta se paró en más de una ocasión frente a la cárcel “negra”. Lo encontró, inerte, sangraba por los oídos y por la nariz en un centro médico. “Lo golpearon en la cabeza” informó el médico de turno. Salió absorta del lugar, iracunda, con ganas de caminar. Caminó, pero no sabía exactamente adonde iba, la mente y el cuerpo se entretejieron por el dolor. Era un viaje hacía lo incierto, cruzó un terraplén de altibajos. Se esforzaba en olvidar la congoja que martillaba a sus nervios.
Probablemente, las agujetas en las rodillas y pies hicieron reflexionar a la mujer, que supo entonces que caminaba hacia el oeste, hacia el mar, el océano, encarada justamente a la refrescante brisa que en otros tiempos quizás absorbía las lágrimas y el sudor sin dejar de atizar los recuerdos. Embarca, se paró por un momento, mostraba silencio y dolor. Al fin del largo viaje, optó por continuar la estela del reencuentro con el espíritu, después de haber hallado el cuerpo sin vida en un frío hospital.
Mayo 2006
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