28 diciembre 2007

El espíritu de Tifariti



La decencia de cambiar mostrada por los saharauis durante la celebración del decimosegundo congreso del Frente POLISARIO es un aliento y una manera de simplificar los tabúes e ideas ladrilladas que no aceptan la corrección de lagunas y errores del pasado.

Por si esto fuera poco, la decepción creada entorno a la dilatación del proceso de Naciones Unidas para el territorio, la indefinida tregua con Marruecos, la dilapidación de recursos, la indisciplina de cuadros, la falta de seguimiento, el abuso de autoridad que redujo a cero a las potencialidades humanas y materiales heredadas de los tiempos de apogeo; no son más que hechos elocuentes que azuzaron el debate en el seno de la organización independentista. Es el llamado espíritu de Tifariti.

Los fieles del POLISARIO no tocaron el arpa de Nerón ni tampoco se mostraron dispuestos a tropezar con la misma piedra en una era cuyos desafíos son más que evidentes. La campana mediática orquestada por Marruecos a la par de los días del congreso es un ejemplo de las malas intenciones del ocupante.

El cónclave es una meta y una manera para renacer de nuevo, evolucionar, rehabilitar las instituciones, fijar las cláusulas del juego democrático, y fomentar los derechos humanos y con ello evitar el divorcio entre la base y la superestructura y corregir en vistas al presente y el futuro.

En lo que concierne a las expectativas de paz, los saharauis no han cerrado la puerta ante un diálogo honesto en el marco de Naciones Unidas, pero no descartan igualmente las hostilidades si las supuestas negociaciones no llevan a buen puerto. Mientras tanto, la Intifada seguirá como elección y ánodo frente a la soberbia marroquí.

El encuentro ha sido, sin lugar a dudas, una parada donde la valoración exhaustiva ha sido la mejor terapia y una manera de fortalecer el cordón umbilical de los saharauis en todos los niveles.

Hasta el momento un indicio. Es momento por ello de no bajar la guardia a ultranza, olvidar el triunfalismo y no afanarse al último canto del cisne. Los que no escarmientan serán inaudibles, exánimes. Hay que esperar. De Tifariti a Rabuni hay un buen trecho.


Diciembre 2007

03 octubre 2007

La paz que mata



A finales de 1975, el engranaje de la vida, llevó con sus alas a Abdala, el señor de la fuente, a acampar como muchos otros en las proximidades de un célebre pozo de Lahmada. Abdala topó con su nombre, lejos quedó la tierra natal. El destino y el azar, ambos juraron fidelidad tras las huellas de Abdala. Llegó a donde nunca esperaba llegar; a un paisaje lunar, escasez de agua, y un eterno letargo de las víboras a causa de las altas temperaturas.

No obstante, el señor de la fuente, alcanzó esos confines huyendo de la irrupción marroquí, después de haber dejado a los españoles recogiendo sus últimos enseres, una deuda y el olvido a los postulados de Bartolomé de las Casas.

Abdala vivió sus últimos días con intensidad en aras de la libertad. Por ello le sobraba razón para seguir y anhelar todo el sueño del mundo pero, por suerte o desgracia, su vida no se alargó tanto. Él presentía la faceta de luz y de sombra que el destino invoca. Sus paisanos, los saharauis de ahora y los de entonces, le brindaron oportunidad e incluso inmunidad, pero Abdala sentía algo extraño en sus adentros que achacaba sin aviso ni reparo ni consenso, un síntoma que galeno alguno diagnosticó.

En honor a la historia y a la patria, Abdala no pretendió nunca hurgar en el mal que acechaba su cuerpo. Más bien, defendió un ideal y murió por un empeño. El contacto con gente humilde ofreciéndolos el botijo, la garrafa o la petaca llena de buena agua, inspiró en su instinto una manera superior de amar y de humanismo. Iba dando la vida, para que otros no la perdieran.

Con recelo velaba entonces por la fuente, por el mar y últimamente más que nunca por Hassi Abdala. No veía con buenos ojos la supervivencia bajo el toldo de no guerra, no paz, truncadas ambas. Tal situación es dura, letal y amarga, y en páginas de historia reciente desmoronó imperios.

Y todo sigue, los restos de Abdala y los saharauis al margen, desterrados, al otro lado de frontera de su propio país donde gobierna ahora un general, un monarca y una quietud, "bendición del cielo".

Saboreen el triunfo, den tiempo al tiempo, y recuperen mejor el rumbo en un universo nítido y hermoso como el nuestro. Pobre Abdala murió a causa de tanta hipocresía y no por falta de agua. Ingenuos nosotros que a principios de ese septiembre, el día que nos marearon, hace dieciséis años, dejando libre a la perdiz y brindándonos a cambio de nuestros pasos una paz que mata.
Octubre 2007

30 julio 2007

El señor de la fuente



Es una historia triste, probablemente más triste que el aspecto ordinario de Abdala, el señor de la fuente, ese personaje del cabildeo; el botijo siempre a cuestas, aguador de buena estirpe, ensimismado y engreído en su propio espejismo, revolucionario de otra época. En aquellos días de abandono cuando llegó la plenitud de los años, no pudo ocultar la intriga con que se quedó al ver congregarse de manera espontánea a la conciudadanía en el bar Oasis y en El Casino, que a la vez eran administrados por Pepe el Andaluz de Jaén; venían de todos los confines para estar al tanto de la última en la "última”.

Los ciudadanos del cabildeo, civiles y militares, tomaban sus últimas copas con sabor de amargura, las partidas de bingo y la música flamenca no tranquilizaban a los allí presentes. Por su parte, los castrenses no ocultaban la decepción, decepción acentuada por la falsa movida de tropas en la frontera norte, preludio del paso irreversible de la Marcha Verde.

La futura cesión del territorio a Marruecos adelantado por "La Realidad”. La noticia en primera plana levantó la liebre. El periódico fue clausurado días después, lo que sumió al Sahara en una total desinformación que coadyuvó en la acción de la Marcha Verde, los acuerdos de reparto y el éxodo de la población bajo el efecto del bombardeo indiscriminado de la aviación real Marroquí.

La muerte del general, el tormentoso proceso de descolonización coincidieron curiosamente con la pascua y la circuncisión de los niños de los barrios nativos que días antes, muy tempranito, iban abrigados con sus chilabitas pardas, las pizarritas de madera debajo del brazo. Les esperaba un longevo mualem, amigo íntimo del barbero, que cada año hacía esa pequeña operación de cirugía a los menores.

La barbería de Ahmed era el lugar más adecuado donde se reunían algunos de los supervivientes de la guerra civil. Ahí, los señores del frente, aunaban esfuerzos para rememorar con paciencia un duro pasado. Los viejos militares llevaban consigo esa incertidumbre plagada por la edad, los reveses y una victoria que nunca fue reivindicada por nadie. Los "hombres del frente" como les llamaban algunos, platicaban sobre lo que hubo y lo que quedaba por haber sin dejar de soslayar las proezas, historias e injusticias, hechos emparejados, vividos a la fuerza bajo el sello autocrático de aquellos tiempos. En torno a ese diálogo al lado del barbero, los viejos compatriotas no olvidaban esa noche de lluvia en que fueron embarcados a bordo de una fragata de pabellón desconocido, y que después de una larga travesía les dejó a la altura de boca de una gruta acomodada para fines bélicos. Los platos de puré de papas, las caras inocentes de los niños huérfanos de ambos bandos crearon exasperación en la mente de los hombres llegados del desierto.

A medida que avanzaba el día en la barbería el relato de antaño amainaba sin que el dueño dejase de manipular con maestría los implementos de su labor y el oído siempre atento a la conversación de los asiduos clientes.


Trascurrido el tiempo, mucho falta por contar. No obstante, el local de Ahmed brilla el sol en su ausencia. Sin embargo, no muy lejos de ese lugar histórico se levanta hoy una moderna peluquería con butacas movibles y alargados espejos de punta a punta de la pared. Una barbería diferente con los cortes que están en boga y un aire de estos tiempos. Los jóvenes que concurren al lugar caen por desgracia en las redes locales de la inmigración, les animan y reclutan como futuros cayuquistas. Es triste como el comienzo, los jóvenes antes de partir rumbo a lo incierto, dejan el dinero reunido en manos de las mafias, la familia y la patria en manos de nadie, y el cuerpo y la ilusión en el fondo del mar.

En torno a toda esa trama y perplejidades, la provincia de ultramar continua sola, huérfana como los chiquititos de la guerra, debatiéndose en el abandono, atenta a esa razón que defienden algunos como la claudicación que asestó el severo golpe a una memoria marcada por un grado de concreción común. Probablemente por eso uno de los personajes de esta historia abandonó, desgraciadamente, este mundo lejos del lugar donde vivía, llevando únicamente consigo parte de la historia sin contar. Murió en un hueco del desierto próximo a un pozo desolado, de nombre, seguro estoy, que no era español.

Julio 2007

01 febrero 2007

Aichata y el bocado


Es verdad que la vida depara, y tras de ello nada emerge de la nada. Pero, probablemente, cuando Aichata vino al mundo no esperaba que a la tercera edad el pobre bocado que añoraba tanto como cualquiera, iba a estar sujeto a una filosofía que realmente no entendia. Es la vida.

Yo diría que Aichata llegó a su manera, al margen de tantas cosas que conoce y otras que ignora. Más bien llegó con el entusiasmo a flor de boca, a pesar de la escasez acentuada por las lluvias de febrero.

Aichata aún no se ha resarcido de tanto dolor, y el peso de los años se ha acaparado de sus rodillas que ya son como platos vacíos, dislocados, sin ser al unísono arrastrados por unos pies planos. Pero valía la pena verla el otro día barriendo el patio enfangado, atrofiada en melhfa de vieja tela.

Es sabido que había perdido su patria, los pollitos fueron llevados por el agua y los hijos por la guerra. Y estos días de frío llovió sobre mojado al soplar la borrasca de recortes alimenticios que dejaron la cocina de Aichata sin legumbres, el arroz y la lata de sardinas y el kilo de harina con que preparaba el pan medio quemado, rudimentario, difícil de roer, pero apreciable para la anciana.

No entiende de política, analfabeta empedernida, pero reconoce que el tiempo le enseñó que en la vida se dibuja una lontananza donde converge el humanismo, que indudablemente con razón despejará el desdén, para que no haya un mal sueño ni tampoco una mala esperanza.

Todos los días con vehemencia, Aichata en su lecho tiende su mano como si fuera querer abrazar a medio mundo, después de haber mezclado el resto de papilla que le queda con agua, en espera que amanezca el otro día.

Al llevar el bocado a la boca, acuérdense, al menos de Aichata. Y ojalá que prevalezca la sensatez antes de que amanezca.

Enero 2007