Es una historia triste, probablemente más triste que el aspecto ordinario de Abdala, el señor de la fuente, ese personaje del cabildeo; el botijo siempre a cuestas, aguador de buena estirpe, ensimismado y engreído en su propio espejismo, revolucionario de otra época. En aquellos días de abandono cuando llegó la plenitud de los años, no pudo ocultar la intriga con que se quedó al ver congregarse de manera espontánea a la conciudadanía en el bar Oasis y en El Casino, que a la vez eran administrados por Pepe el Andaluz de Jaén; venían de todos los confines para estar al tanto de la última en la "última”.
Los ciudadanos del cabildeo, civiles y militares, tomaban sus últimas copas con sabor de amargura, las partidas de bingo y la música flamenca no tranquilizaban a los allí presentes. Por su parte, los castrenses no ocultaban la decepción, decepción acentuada por la falsa movida de tropas en la frontera norte, preludio del paso irreversible de la Marcha Verde.
La futura cesión del territorio a Marruecos adelantado por "La Realidad”. La noticia en primera plana levantó la liebre. El periódico fue clausurado días después, lo que sumió al Sahara en una total desinformación que coadyuvó en la acción de la Marcha Verde, los acuerdos de reparto y el éxodo de la población bajo el efecto del bombardeo indiscriminado de la aviación real Marroquí.
La muerte del general, el tormentoso proceso de descolonización coincidieron curiosamente con la pascua y la circuncisión de los niños de los barrios nativos que días antes, muy tempranito, iban abrigados con sus chilabitas pardas, las pizarritas de madera debajo del brazo. Les esperaba un longevo mualem, amigo íntimo del barbero, que cada año hacía esa pequeña operación de cirugía a los menores.
La barbería de Ahmed era el lugar más adecuado donde se reunían algunos de los supervivientes de la guerra civil. Ahí, los señores del frente, aunaban esfuerzos para rememorar con paciencia un duro pasado. Los viejos militares llevaban consigo esa incertidumbre plagada por la edad, los reveses y una victoria que nunca fue reivindicada por nadie. Los "hombres del frente" como les llamaban algunos, platicaban sobre lo que hubo y lo que quedaba por haber sin dejar de soslayar las proezas, historias e injusticias, hechos emparejados, vividos a la fuerza bajo el sello autocrático de aquellos tiempos. En torno a ese diálogo al lado del barbero, los viejos compatriotas no olvidaban esa noche de lluvia en que fueron embarcados a bordo de una fragata de pabellón desconocido, y que después de una larga travesía les dejó a la altura de boca de una gruta acomodada para fines bélicos. Los platos de puré de papas, las caras inocentes de los niños huérfanos de ambos bandos crearon exasperación en la mente de los hombres llegados del desierto.
A medida que avanzaba el día en la barbería el relato de antaño amainaba sin que el dueño dejase de manipular con maestría los implementos de su labor y el oído siempre atento a la conversación de los asiduos clientes.
Trascurrido el tiempo, mucho falta por contar. No obstante, el local de Ahmed brilla el sol en su ausencia. Sin embargo, no muy lejos de ese lugar histórico se levanta hoy una moderna peluquería con butacas movibles y alargados espejos de punta a punta de la pared. Una barbería diferente con los cortes que están en boga y un aire de estos tiempos. Los jóvenes que concurren al lugar caen por desgracia en las redes locales de la inmigración, les animan y reclutan como futuros cayuquistas. Es triste como el comienzo, los jóvenes antes de partir rumbo a lo incierto, dejan el dinero reunido en manos de las mafias, la familia y la patria en manos de nadie, y el cuerpo y la ilusión en el fondo del mar.
En torno a toda esa trama y perplejidades, la provincia de ultramar continua sola, huérfana como los chiquititos de la guerra, debatiéndose en el abandono, atenta a esa razón que defienden algunos como la claudicación que asestó el severo golpe a una memoria marcada por un grado de concreción común. Probablemente por eso uno de los personajes de esta historia abandonó, desgraciadamente, este mundo lejos del lugar donde vivía, llevando únicamente consigo parte de la historia sin contar. Murió en un hueco del desierto próximo a un pozo desolado, de nombre, seguro estoy, que no era español.
Los ciudadanos del cabildeo, civiles y militares, tomaban sus últimas copas con sabor de amargura, las partidas de bingo y la música flamenca no tranquilizaban a los allí presentes. Por su parte, los castrenses no ocultaban la decepción, decepción acentuada por la falsa movida de tropas en la frontera norte, preludio del paso irreversible de la Marcha Verde.
La futura cesión del territorio a Marruecos adelantado por "La Realidad”. La noticia en primera plana levantó la liebre. El periódico fue clausurado días después, lo que sumió al Sahara en una total desinformación que coadyuvó en la acción de la Marcha Verde, los acuerdos de reparto y el éxodo de la población bajo el efecto del bombardeo indiscriminado de la aviación real Marroquí.
La muerte del general, el tormentoso proceso de descolonización coincidieron curiosamente con la pascua y la circuncisión de los niños de los barrios nativos que días antes, muy tempranito, iban abrigados con sus chilabitas pardas, las pizarritas de madera debajo del brazo. Les esperaba un longevo mualem, amigo íntimo del barbero, que cada año hacía esa pequeña operación de cirugía a los menores.
La barbería de Ahmed era el lugar más adecuado donde se reunían algunos de los supervivientes de la guerra civil. Ahí, los señores del frente, aunaban esfuerzos para rememorar con paciencia un duro pasado. Los viejos militares llevaban consigo esa incertidumbre plagada por la edad, los reveses y una victoria que nunca fue reivindicada por nadie. Los "hombres del frente" como les llamaban algunos, platicaban sobre lo que hubo y lo que quedaba por haber sin dejar de soslayar las proezas, historias e injusticias, hechos emparejados, vividos a la fuerza bajo el sello autocrático de aquellos tiempos. En torno a ese diálogo al lado del barbero, los viejos compatriotas no olvidaban esa noche de lluvia en que fueron embarcados a bordo de una fragata de pabellón desconocido, y que después de una larga travesía les dejó a la altura de boca de una gruta acomodada para fines bélicos. Los platos de puré de papas, las caras inocentes de los niños huérfanos de ambos bandos crearon exasperación en la mente de los hombres llegados del desierto.
A medida que avanzaba el día en la barbería el relato de antaño amainaba sin que el dueño dejase de manipular con maestría los implementos de su labor y el oído siempre atento a la conversación de los asiduos clientes.
Trascurrido el tiempo, mucho falta por contar. No obstante, el local de Ahmed brilla el sol en su ausencia. Sin embargo, no muy lejos de ese lugar histórico se levanta hoy una moderna peluquería con butacas movibles y alargados espejos de punta a punta de la pared. Una barbería diferente con los cortes que están en boga y un aire de estos tiempos. Los jóvenes que concurren al lugar caen por desgracia en las redes locales de la inmigración, les animan y reclutan como futuros cayuquistas. Es triste como el comienzo, los jóvenes antes de partir rumbo a lo incierto, dejan el dinero reunido en manos de las mafias, la familia y la patria en manos de nadie, y el cuerpo y la ilusión en el fondo del mar.
En torno a toda esa trama y perplejidades, la provincia de ultramar continua sola, huérfana como los chiquititos de la guerra, debatiéndose en el abandono, atenta a esa razón que defienden algunos como la claudicación que asestó el severo golpe a una memoria marcada por un grado de concreción común. Probablemente por eso uno de los personajes de esta historia abandonó, desgraciadamente, este mundo lejos del lugar donde vivía, llevando únicamente consigo parte de la historia sin contar. Murió en un hueco del desierto próximo a un pozo desolado, de nombre, seguro estoy, que no era español.
Julio 2007
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