03 octubre 2007

La paz que mata



A finales de 1975, el engranaje de la vida, llevó con sus alas a Abdala, el señor de la fuente, a acampar como muchos otros en las proximidades de un célebre pozo de Lahmada. Abdala topó con su nombre, lejos quedó la tierra natal. El destino y el azar, ambos juraron fidelidad tras las huellas de Abdala. Llegó a donde nunca esperaba llegar; a un paisaje lunar, escasez de agua, y un eterno letargo de las víboras a causa de las altas temperaturas.

No obstante, el señor de la fuente, alcanzó esos confines huyendo de la irrupción marroquí, después de haber dejado a los españoles recogiendo sus últimos enseres, una deuda y el olvido a los postulados de Bartolomé de las Casas.

Abdala vivió sus últimos días con intensidad en aras de la libertad. Por ello le sobraba razón para seguir y anhelar todo el sueño del mundo pero, por suerte o desgracia, su vida no se alargó tanto. Él presentía la faceta de luz y de sombra que el destino invoca. Sus paisanos, los saharauis de ahora y los de entonces, le brindaron oportunidad e incluso inmunidad, pero Abdala sentía algo extraño en sus adentros que achacaba sin aviso ni reparo ni consenso, un síntoma que galeno alguno diagnosticó.

En honor a la historia y a la patria, Abdala no pretendió nunca hurgar en el mal que acechaba su cuerpo. Más bien, defendió un ideal y murió por un empeño. El contacto con gente humilde ofreciéndolos el botijo, la garrafa o la petaca llena de buena agua, inspiró en su instinto una manera superior de amar y de humanismo. Iba dando la vida, para que otros no la perdieran.

Con recelo velaba entonces por la fuente, por el mar y últimamente más que nunca por Hassi Abdala. No veía con buenos ojos la supervivencia bajo el toldo de no guerra, no paz, truncadas ambas. Tal situación es dura, letal y amarga, y en páginas de historia reciente desmoronó imperios.

Y todo sigue, los restos de Abdala y los saharauis al margen, desterrados, al otro lado de frontera de su propio país donde gobierna ahora un general, un monarca y una quietud, "bendición del cielo".

Saboreen el triunfo, den tiempo al tiempo, y recuperen mejor el rumbo en un universo nítido y hermoso como el nuestro. Pobre Abdala murió a causa de tanta hipocresía y no por falta de agua. Ingenuos nosotros que a principios de ese septiembre, el día que nos marearon, hace dieciséis años, dejando libre a la perdiz y brindándonos a cambio de nuestros pasos una paz que mata.
Octubre 2007