01 febrero 2007

Aichata y el bocado


Es verdad que la vida depara, y tras de ello nada emerge de la nada. Pero, probablemente, cuando Aichata vino al mundo no esperaba que a la tercera edad el pobre bocado que añoraba tanto como cualquiera, iba a estar sujeto a una filosofía que realmente no entendia. Es la vida.

Yo diría que Aichata llegó a su manera, al margen de tantas cosas que conoce y otras que ignora. Más bien llegó con el entusiasmo a flor de boca, a pesar de la escasez acentuada por las lluvias de febrero.

Aichata aún no se ha resarcido de tanto dolor, y el peso de los años se ha acaparado de sus rodillas que ya son como platos vacíos, dislocados, sin ser al unísono arrastrados por unos pies planos. Pero valía la pena verla el otro día barriendo el patio enfangado, atrofiada en melhfa de vieja tela.

Es sabido que había perdido su patria, los pollitos fueron llevados por el agua y los hijos por la guerra. Y estos días de frío llovió sobre mojado al soplar la borrasca de recortes alimenticios que dejaron la cocina de Aichata sin legumbres, el arroz y la lata de sardinas y el kilo de harina con que preparaba el pan medio quemado, rudimentario, difícil de roer, pero apreciable para la anciana.

No entiende de política, analfabeta empedernida, pero reconoce que el tiempo le enseñó que en la vida se dibuja una lontananza donde converge el humanismo, que indudablemente con razón despejará el desdén, para que no haya un mal sueño ni tampoco una mala esperanza.

Todos los días con vehemencia, Aichata en su lecho tiende su mano como si fuera querer abrazar a medio mundo, después de haber mezclado el resto de papilla que le queda con agua, en espera que amanezca el otro día.

Al llevar el bocado a la boca, acuérdense, al menos de Aichata. Y ojalá que prevalezca la sensatez antes de que amanezca.

Enero 2007