No tenía nada que ver la inquietud de Ramón con la sordera que venía padeciendo a causa de la pólvora de la Guerra Civil. Sin embargo, el hartazgo por la finalidad y las tendencias opuestas de la guerra caló sumamente en el subconsciente de ese señor cuarentón. Para superar esos estereotipos, se sumó a las andanzas de un apetito colonial que no distaba tanto de su Andalucía natal.
Entumecido por el ruido de las hostilidades y el espejismo del Sahara, Ramón tenía el sentimiento de encontrar en su aventura la conquista de la fácil fortuna con la cual pretendía abrazar para siempre las piramidales dunas del vasto horizonte. Por eso cuando le hablaron de Smara quedó atrapado por el embrujo de las cúpulas y las paredes circulares de una aldea de arcilla y piedra, dormida en el ensueño humano y natural de una época que fue marcada por las caravanas de la sal.
Impulsado quizás por las razones de un antiguo proverbio que reza “Mejor es ver con los propios ojos que ser informado por otro”, Ramón, sin olvidar el móvil de codicia, se encontró un día sin imaginarlo nunca frente a la vieja Qasba de negros muros de la que Chej-Malainin quiso hacer una meca y un referente en el corazón del desierto. La singular mezquita de Smara constituyó por largo periodo una obra legendaria y cultural de los hombres del Sahara, pero desgraciadamente buena parte de este patrimonio y monumento a la hulla de la resistencia fue destruido por la incursión colonial francesa, bajo el mando de Mouret en 1913.
La predilecta fascinación de Ramón por este lugar arropó su cuerpo hasta el extremo de que su imaginación tocó fondo en el edén de la desolación y la embriaguez perdida a causa de una guerra atroz. Sin embargo, un sentimiento contrario, una diferencia de invocación en el tiempo y en el ideal, dejaron a Ramón sin poder alcanzar las fronteras colindantes de la inspiración del poeta y explorador francés, Michel Vieuchauge, que abrazó sin querer el encanto de la ciudad de Smara en un compromiso mortal a cambio de contemplar la misma por unos instantes. Pasado el tiempo, hoy esa réplica sigue clamando el silencio del viento. Es pues una llamada de una ciudad perdida en la arena, en la historia, y en la connotación de otras tantas ciudades que la asemejan en el desierto a la altura de Chinguetti, Uadane, Taudane, Tindouf y Tombuctú.
Al poblado santo de Chej-Malainin el forastero español llegó descalzo y sentado en la parte trasera de la carrocería del Dodge, camión destinado al avituallamiento de víveres para las tropas al mando del teniente Madrid.
Después de una travesía sin riesgos, sólo el meneo en el interior de la carrocería del camión, Ramón, con inmensas ganas, se apeó por fin en el portal del modesto economato del poblado entre el rugir del motor aun sin parar y la curiosidad de la gente, tan impaciente por descubrir las sorpresas del vehículo. Por su parte el cabo de la expedición salió disparado entre el gentío de curiosos y en voz alta anunció a su patrón: “Sin novedad, mi teniente, las tropas ya tienen para comer”.
Asombrado por el paisaje y la gente del lugar, Ramón disimuló con un apretón de muelas las agujetas de un largo viaje y sin demora alguna se presentó ante la máxima autoridad de la ciudad. Era el primer civil español que se valía de un salvoconducto extendido para viajar dentro del territorio, por el comandante de El Aaiun, Rufino Pérez Barrueco.
Con el visto bueno del teniente de la zona Ramón habilitó un estrecho local encarado a Dar diafa[1], colindante a la Qasba que gestionaba Muhamddi Chej-Mohamed El Haiba, el español empezó a fabricar en este lugar las primeras pastillas de jabón, que por aquel entonces eran muy demandadas junto a las latas de cien gramos de tomate, más conocidas con el nombre de las “latitas de Ramón”.
Las facetas de la aventura de Ramón fueron estimuladas igualmente por la ganancia, la ausencia de competencia y el apoyo de los señores coloniales. El andaluz en su afán por ganar y prosperar, topó y estrechó profundas relaciones con los incipientes mercaderes nativos tales como Nabet uid Jatari, Habib Lehbib, Sidahmed uld Salek y Sidahmed uld El Meiles. Entonces el trueque comenzó a funcionar a toda máquina, los saharauis surtían a Ramón gigantescas banastas repletas de lana y turjha[2] a cambio de novedosas mercancías fastuosas que traían las falugas[3] de más allá de la mar.
Fue por eso que en las postrimerías de la hambruna de la guerra, la baraca, el economato, las iniciativas personales, la codicia de Ramón y las 350 pesetas que cobraba cada alistado en el ejército, ayudaron a que la ciudad santa prosperara hasta que todos sus habitantes civiles y uniformados les alcanzó el trigo, el mijo y la gama.
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[1] Casa de huéspedes
[2] Lámina de corteza que se quita del tronco de la acacia o talha, y se usa para hacer cuerdas y sogas
[3] Embarcaciones
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