Las buenas espigas de la adorable Tadjist, sureste de El Aaiun, habían despertado en el panadero Moulud un amor eterno hacia esa profesión que defendió con creces, hasta que no pudo introducir la paleta de madera en el interior de la boca del horno para sacar el pan. El resultado del empeño con el que ganaba la vida con fe de satisfacción, era un pan de harina natural cocido a base de leña del indomable izik, cuyas graras parecen ser un cinturón de vida verde que acorralan a una ciudad en la que su gente y su historia siguen dispersos.
El calor humano sorprendía a la entrada de una estrecha callejuela de los barrios emergentes de Colominas, donde se destacaba una casa-favela de construcción humilde, afeada por una rehabilitación posterior, laberíntica e iluminada a la hora del trabajo por una llama tenue dentro de un agujero, el horno. Sus pasillos retenían como una caricia el olor crujiente de la pasta amasada con delicia por las manos de Moulud, quien trabajaba pensando siempre en los lugareños y en los niños curiosos que traían el pan ácimo para hornear.
Los chavales vivían la vida con intensidad y años después aún recuerdan el esfuerzo de ese hombre genial, aferrado continuamente a su tarea en aras de mitigar el hambre de los demás.
El horno lo levantó con piedra, hierba y arcilla, mixtura de esfuerzo de un hombre sin sosiego que amaba su profesión. De aspecto impresionante, voz casi inaudible, enjuto y misterioso para muchos que no conocían el secreto y el misterio del panadero, haría falta mucha imaginación para reconstruir los lugares que recorrió en su faena para conquistar el pan. Muchos se han olvidado de él, pero algunos todavía recuerdan vagamente aquella enseñanza que repetía a diario en el horno: que todo lo que se hace con amor, con corazón, tiene que salir bien.
Moulud hacía las cosas muy bien, era honesto, auténtico, resultado de su gente y de su paisaje, un hombre firme, lejos de ser veleidoso para no volverse hostil con el paso del tiempo, temía a los pies de barro, como la traición y la mentira, porque sabía que no llevarían lejos.
Los últimos años una enfermedad sin reparos le robó parte de ese ímpetu y energía para dejarle inmóvil, impedido de recorrer las zigzagueantes estelas de una ciudad que le llevó a la prosperidad y al cariño.
La embriaguez de felicidad sigue patente a su manera, los ojos no lo ocultan y tampoco las pálidas manos, que de un momento a otro viajan con dificultad para reencontrarse con las ruedas de caucho de la antigua silla que alguien dejó a su paso, y que constituye hoy sin embargo un eficaz medio con el que se menea de un lado para otro sin cambiar de posición.
Por ello y por todo el esfuerzo, el corazón de este hombre sigue latiendo para sus adentros, sin haber soñado nunca con el estrellato, sólo con vivir como un simple panadero a la altura del señor Suilem y el noble Manolo.
El calor humano sorprendía a la entrada de una estrecha callejuela de los barrios emergentes de Colominas, donde se destacaba una casa-favela de construcción humilde, afeada por una rehabilitación posterior, laberíntica e iluminada a la hora del trabajo por una llama tenue dentro de un agujero, el horno. Sus pasillos retenían como una caricia el olor crujiente de la pasta amasada con delicia por las manos de Moulud, quien trabajaba pensando siempre en los lugareños y en los niños curiosos que traían el pan ácimo para hornear.
Los chavales vivían la vida con intensidad y años después aún recuerdan el esfuerzo de ese hombre genial, aferrado continuamente a su tarea en aras de mitigar el hambre de los demás.
El horno lo levantó con piedra, hierba y arcilla, mixtura de esfuerzo de un hombre sin sosiego que amaba su profesión. De aspecto impresionante, voz casi inaudible, enjuto y misterioso para muchos que no conocían el secreto y el misterio del panadero, haría falta mucha imaginación para reconstruir los lugares que recorrió en su faena para conquistar el pan. Muchos se han olvidado de él, pero algunos todavía recuerdan vagamente aquella enseñanza que repetía a diario en el horno: que todo lo que se hace con amor, con corazón, tiene que salir bien.
Moulud hacía las cosas muy bien, era honesto, auténtico, resultado de su gente y de su paisaje, un hombre firme, lejos de ser veleidoso para no volverse hostil con el paso del tiempo, temía a los pies de barro, como la traición y la mentira, porque sabía que no llevarían lejos.
Los últimos años una enfermedad sin reparos le robó parte de ese ímpetu y energía para dejarle inmóvil, impedido de recorrer las zigzagueantes estelas de una ciudad que le llevó a la prosperidad y al cariño.
La embriaguez de felicidad sigue patente a su manera, los ojos no lo ocultan y tampoco las pálidas manos, que de un momento a otro viajan con dificultad para reencontrarse con las ruedas de caucho de la antigua silla que alguien dejó a su paso, y que constituye hoy sin embargo un eficaz medio con el que se menea de un lado para otro sin cambiar de posición.
Por ello y por todo el esfuerzo, el corazón de este hombre sigue latiendo para sus adentros, sin haber soñado nunca con el estrellato, sólo con vivir como un simple panadero a la altura del señor Suilem y el noble Manolo.
1 comentario:
Hola Mohamidi,
Me alegro encontrar tu blog y me parece una excelente idea que empieces a escribir de tu pueblo y de tu experiencia en general.
Un fuerte abrazo,
Tu hermano,
Jatri Emhamed
(USA)
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