19 noviembre 2011

Retazos de una historia (3ª parte)

Entre el bullicio de camiones y buldózeres que carcomían día y noche a una gigantesco yacimiento mineral, en las proximidades de un pequeño pueblo del sur de España, José recordaba nostálgicamente a su amigo Ahmed, tras más de veinte años sin verle.

El pueblo de José agrupa principalmente pescadores y mineros. Sus largas playas que miran a las aguas del Estrecho están sembradas de torres de iluminación con potentes focos, los cuales alumbran durante toda la noche para evitar el desembarque de las pateras procedentes de Marruecos.

José siempre decía a sus más allegados que Marruecos invadió al Sahara, pero que no se detendría ahí. Parece ser que somos víctimas de un mal que nos acecha tanto en África como en Europa

Pero sus amigos, como mucha gente en España, especialmente en la Península, ya deban por cerrado el episodio del colonialismo de España en el Sahara, como algo olvidado, Historia antigua, que únicamente volvía a interesar con los acontecimientos esporádicos ocurridos de vez en cuando tanto en el Sahara como en España.

Una mañana la radio del automóvil emitió una noticia, mientras José se dirigía a su trabajo. Una asociación de apoyo al pueblo saharaui organizaba un viaje para llevar ayuda humanitaria a los campamentos de refugiados cercanos a Tinduf en Argelia.

Los recuerdos no eran ya suficiente. José se empeño en viajar a la busca de su amigo Ahmed y conocer la nueva realidad de los saharauis en el refugio. Su destino: el campamento de El Aaiún.

El avión se hizo esperar. Un gigantesco 737 de Air Algerie despegó de Barajas con tres horas de retraso en dirección al aeropuerto de Tinduf.

A su lado, en el avión, se sentaba un señor ya mayor, de unos setenta años, grueso y de poblada barba blanca. Don Ramón, pues tal era el hombre del compañero de viaje, explicó a José algunas de las actuaciones de su pequeña agrupación.

Le comentó que él era maestro jubilado anticipadamente, porque le apetecía hacer otras cosas antes de que la salud se lo impidiese. Le contó cómo empezó todo, aún en plena guerra de los saharauis contra Marruecos, allá por el año 1989. Cuando las noticias de los refugiados eran muy escasas y alarmantes. Fue entonces cuando crearon su agrupación.

La gente les tildaba de pro soviéticos, de ayudar a los “rebeldes saharauis”, pero no desfallecieron. Poco a poco se organizó la llegada en verano de los niños saharauis, las Vacaciones en paz, y tras numerosos obstáculos consiguieron realizar varias caravanas humanitarias. Don Ramón ya era como un saharaui más, con su camisa de manga larga, su chaleco color tierra y su arrugado turbante negro liado alrededor del cuello. En su muñeca derecha lucía, como la más preciada de las joyas, una pulsera de aluminio donde un artesano saharaui labró la bandera saharaui. De un bolsillo del chaleco asomaba una funda de piel profusamente decorada, que José identificó con las fundas de las típicas pipas saharauis.

Don Ramón ansiaba llegar a los campamentos, abrazar a sus hermanos, colocarse su darraá y deambular por las wilayas, de jaima en jaima, visitando amigos, tomando el té y oliendo el perfume mezclado con clavo que las mujeres saharauis ofrecen al visitante. Y, por qué no, reconocía su deseo de sentarse frente al brasero y ver asarse los pinchitos de carne de camello con que le obsequiaban sus anfitriones.

Durante el viaje ocurrió una anécdota que José no olvidará jamás. El encargado del pasaje del avión, un joven de modales muy estudiados, se dirigió en un perfecto francés a Don Ramón:

– ¿A dónde se dirige esta gente? – preguntó el empleado.

– A los campamentos de refugiados saharauis – respondió Don Ramón.

– Pero… ¿a qué van allí? – insistió el empleado sorprendido.

– Van a visitar a los saharauis, a compartir con ellos unos días; van a vivir con y como los refugiados, a conocer su realidad y a mantener unos lazos de amistad y hermandad indisoluble.

El pobre muchacho acabó contrariado, sin comprender cómo cien personas iban a pasar unos días, festivos en España, en los campamentos.

El avión aterrizó ya de madrugada. El aeropuerto de Tinduf mantenía su aire de construcción colonial, con escasísimas instalaciones.

Al entrar, se encontraba la cola de visado de pasaportes. Tres cabinas con los funcionarios en su interior. Recogían el pasaporte, observaban al recién llegado, emitían unas esporádicas palabras en francés, estampaban un cuño azul y rectangular con la fecha de llegada en medio, y terminaban con una media sonrisa y la devolución del documento.

Luego, el minucioso registro del equipaje. Unas mesas bajas, donde el viajero y el funcionario tenían que doblar la espalda para manejar las maletas. Los funcionarios sonreían y hablaban en árabe entre ellos. Y finalmente, las puertas hacia el desierto de la Hamada.

La explanada frente al aeropuerto era un bullicio de vehículos. Ruidos de motores, luces en movimiento... Camiones, camionetas de reparto, autobuses con letreros alusivos a tal o cual asociación de ayuda, y viejos Land- Rover que en breves momentos cargaron personas y material para salir en dirección a Rabuni, a la “recepción”.

En Rabuni hicieron un nuevo trasbordo para llevar a cada visitante y su equipaje a la wilaya que le correspondía, a la daira que le correspondían, a este o al otro barrio, e incluso a la puerta de la jaima o la casa de adobe de cada familia.

José llegó con las primeras luces del día, iba vestido de modo muy distinto a la gente que encontraba, con sus vaqueros de “marca” y tocado con una gorra tipo yankee.

Se apeó del Land-Rover que le condujo al campamento. El chofer, ataviado con su turbante de color negro, le indicó, de manera apresurada, con el índice diestro, la tienda de lona de la familia de Ahmed, que emergía débilmente entre construcciones de adobe y otras tiendas de campaña de lona azulada.

La familia de Ahmed llegó a la Hamada argelina a finales de 1975, refugiándose en estas tierras tras la irrupción de las tropas marroquíes en el Sahara.

José caminaba perplejo por las estrechas “calles” de lona y adobe. Ensimismado, no hallaba la Aaiún que conocía de antes. A medida que se adentraba en la “ciudad” de paisaje lunar le surgían nuevas interrogaciones.

¿Dónde estaban los postes de comunicaciones y electricidad?, ¿la oficina de correos?, ¿la principal hostelería? No era la auténtica Aaiún que conoció de pequeño.

A lo lejos vislumbró una construcción de adobe colindante al campamento. De allí venía el tañido de una campana. ¿Una iglesia? No, de repente se disipó la duda al ver llegar en avalancha a un centenar de niños. Era una escuela. La otra construcción debía ser un hospital, y más allá aparecía el huerto.

José vio a sus alrededor todo el campamento de El Aaiún. Una ciudad de lona y adobe, una ciudad distinta a la que él había conocido de pequeño, una ciudad sobre el inhóspito pedregal de la Hamada. Pensó: “Nadie podría haber levantado una ciudad en el desierto sino los saharauis. Tanto trabajo a pesar de la guerra y del exilio. Yo los conozco bien, son sencillos, humildes, hospitalarios, pero a la vez son intrépidos. Merecen recuperar su tierra, su hogar… donde en otros tiempos también estuvo el mío…”.

En el trayecto hacia el lugar indicado, a cada momento, se cruzaba con transeúntes que iban en la misma dirección o la contraria, en cuyos semblantes se despertaba cierto afecto hacia José, sabiendo anticipadamente que era huésped de la ciudad de lona y adobe, de El Aaiún campamento, no la del Atlántico sino la de la Hamada y el refugio.

Ahmed fue avisado de la llegada de su amigo. Dos compañeros le ayudaron a salir del centro de minusválidos y llegar hasta el Land-Rover. Sus frías manos postizas apenas tenían fuerzas para tomar las muletas de aluminio que le servían de apoyo.

José fue recibido en la tienda de lona por la madre de Ahmed, la anciana Aitcha, mientras en un lado esperaba una mujer de unos treinta y tantos años con un pequeño en sus brazos. El tiempo y el sufrimiento habían llenado de surcos el rostro de Aitcha, pero José recordaba bien su semblante casi veinticinco años atrás.

Recordaba cómo, cuando la tarde caminaba hacia el ocaso, en el patio de la casa de Ahmed, se reunían algunos niños y niñas saharauis, José entre ellos, para escuchar la cálida voz de Aitcha relatando historias de genios y largas caravanas que cruzaban desde el Tombuctú, de Mali, hasta la desembocadura de la Saguia El Hamra, en busca de los mejores pastos, los mejores mercados de piel y de sal.

Cuentos del Sahara cuyas imágenes indelebles aún poblaban la mente del ingeniero español, guerreros nómadas montados en enormes camellos, con sus largos turbantes oscuros y sus brillantes espadas enjoyadas, bodas con jóvenes novios y novias ricamente ataviadas, genios que hablaban desde el susurro del siroco, tomando forma en las sombras que al atardecer dibujaban a sotavento de las dunas. Y esos cuentos aún formaban parte del alma de José.

La imaginación de José reconstruyó rápidamente el rostro amable de Ahmed. En su memoria quedó marcada la imagen de su amigo aquel último día que se vieron en las cercanías de colomina “Yaddi”, donde solían jugar una partida de boliches donde nunca había ganadores ni perdedores. Y siempre la amistad permanecía como el mejor ídolo entre los dos. Aquel día que Ahmed fumó demasiado, el día del adiós.

Pero Ahmed ya no era el mismo, como no era la misma ciudad de El Aaiún, su rostro desfigurado por la metralla, sus piernas sustituidas por otras artificiales, sus manos perdidas.

Ahmed al ver a José se quedó entre el desvanecimiento y la euforia, pero sacó fuerzas de la debilidad para abrazar al amigo, después de tanto tiempo.

Ambos se vieron fundidos en un profundo abrazo. No hubo palabras, el abrazo se les antojó eterno a ambos. Sus mentes recorrieron sus respectivas vidas en un instante, añorando en cada recuerdo importante la compañía del amigo perdido. Los ojos brillaban, azules como el mar los de José, oscuros como la noche los de Ahmed.

– Es la guerra, amigo José – dijo Ahmed para calmarle los nervios y hacer pasar desapercibidas las cicatrices que su rostro y cuerpo lucían abiertamente.

José no dijo nada, mientras un reguerillo de lágrimas comenzó a recorrer sus rojas mejillas.

– Amigo José, te reservo una sorpresa. Aquí te presento a mi esposa y a mi hijo.

La mujer que esperaba en un lado se levantó a saludar a José.

– La esposa se llama Meimuna, ha sido mi enfermera y apoyo durante mi convalecencia. Y este es nuestro hijo, llamado José en tu recuerdo.

El día pasó deprisa.

Bajo una bóveda azul, llena de estrellas de todas las dimensiones y colores, descansaban José y Ahmed, en torno a la familia de este último, frente a la tienda de lona impregnada del olor a incienso.

Metu, la hermana mayor, preparaba el rutinario té, mientras su hermano rememoraba las peripecias de los saharauis. La charla se oía al otro extremo del barrio, los años de separación y la distancia, cada vez que los recordaban hacían todo lo posible por vivir los momentos intensamente.

José contó a su amigo Ahmed cómo regresó a la península, que había estudiado ingeniería en Sevilla, que trabajaba para una empresa minera, que había fundado una familia que procedía del Sahara; el padre un ex oficial de tropas nómadas y la madre una comadrona que trabajó desde joven en el territorio. Le dijo igualmente que tenía una casa amplia, un buen sueldo, dos automóviles, y sus vacaciones de verano los pasaban en los mejores balnearios del mundo. Sin olvidar a los saharauis, y a El Aaiún que era el corazón de España en el África occidental.

Ahmed contó cómo empuñó un fusil Máuser el mismo día que cumplió dieciséis años. Cómo vio llover bombas de fósforo blanco y napalm sobre la columna de refugiados que huía a través del desierto. Cómo murió su hermana Fátima, que estaba encinta, bajo la metralla del napalm, en los bombardeos sobre Tifariti. Cómo perdió a sus hermanos en diferentes batallas…

Así supo José como, de las ciudades saharauis que él había conocido, salieron miles de personas al exilio, amenazadas por la dura represalia marroquí contra quien se opusiera a su ocupación.

Supo que estas personas eran, en su mayoría, mujeres, ancianos y niños. Pero aun así, la aviación marroquí les persiguió bombardeándoles cruelmente, en un intento de aniquilarles. El camino de Amgala a Tifariti, la ciudad mártir; el poblado de Guernica del desierto, donde los Mirage F1 lanzaron bombas de racimo y napalm sobre la población indefensa. Aquella imagen del combatiente de pie, junto al antiguo pozo, disparando su viejo Kalashnikov contra los reactores marroquíes… Los inmensos hoyos producidos por la explosión de las bombas…

Le contó también como aquel día que pasaron patrullando cerca de las ruinas de Tifariti, su Land-Rover pisó una mina. Aquel ruido seco, arena, hierros y carne humana saltando por los aires. Los gritos de sus compañeros que no ensombrecieron su mente. Por contra, le recordaba otras batallas, como la de Duehab, donde perdió uno de sus mejores amigos un tal Cristian. Un muchacho ágil y activo, rubio, pecoso y valiente, oriundo de Dajla.

El terrible sonido de la explosión se confundió con dolor intenso, luego la oscuridad con su vértigo, incontrolable y confuso, que agitaba con fuerza extraña todo el cuerpo doloroso y ensangrentado. Y al despertar el silencio frío del hospital.

También conoció el papel fundamental desempeñado por la mujer saharaui. La mujer que había organizado la vida en los campamentos, la sanidad, la educación, el reparto de la ayuda humanitaria. Mujer que, cuando había sido necesario también empuñó su fusil. De esa entrega desinteresada y gentil afloraba el nombre de la mujer saharaui, como una alegoría de vida y muerte encarnada para siempre en la humilde figura de la guerrillera, Sidamuy El Mojtar.

Le contaron cómo coincidieron en el Centro de Minusválidos, donde llegó Ahmed trasladado de otro hospital en el que se había curado de sus terribles heridas.

Al principio Ahmed se mostró sombrío, como si hubiese perdido ya las ganas de vivir; sin embargo, mostraba un afán de lucha poco común. Comenzó a desarrollar ilusión por aprender a moverse nuevamente. Y sin darse apenas cuenta, notó que día a día la sonrisa de Meimuna se convirtió en su razón de ser.

Cuando Meimuna conoció a Ahmed, era sólo un nuevo paciente. Pero poco a poco descubrió las ganas de superación que había en él. Cada día lo echaba de menos y sólo deseaba volver a compartir su tiempo con él.

Era extraño, pero un día Meimuna recordó el sueño que tuvo durante el cautiverio. Se le antojaba como una prenoción de los años venideros, de su relación con Ahmed, de cómo ese hombre, unos años menor que ella, representaba a su propio pueblo, desgarrado por la guerra pero firme, apoyado en sus muletas pero manteniéndose en pie.

Pasaron los días y el recuerdo del pasado no fue suficiente para pasar revista a toda la contienda de los saharauis en aras de su libertad e independencia.

En los momentos en que José organizaba su equipaje para el retorno a España hubo intercambio de regalos, bajo el efecto del pasado, el reencuentro, la esperanza deseada con amor y nostalgia, la mutación bien marcada en el cuerpo, por los años y por maldita traición de una metralla. Motivo suficiente de odio y de querer a un pasado común, que por desgracia, no pasó como debía pasar para convertirse en una historia definitiva, completa con todos sus retazos.

En esos momentos de separación, Ahmed sacó la mejor darraá que guardaba y se la puso a José.

– Este atuendo tradicional – dijo Ahmed –, que en realidad constituye un símbolo, nadie lo merece mejor que tú. Es una simple vestimenta, pero representa para nosotros los saharauis un sumo compromiso de continuidad y de identidad.

José muy agradecido y emocionado respondió:

– Tanto para ti, como para tu pueblo va este poema que compuse anoche:

Entre la gran cantera humana

va el amigo

como uno más

sacando fuerzas a la tedicidad

para poder llegar, al alba, a la meta

Que aguarda el sendero real.

Amputadas las manos,

heladas piernas ortopédicas para andar.

Quedando el tramo enflaquecido como

pira de libertad.

El amigo,

como uno más

va con su bastón sembrando lo que está

del ímpetu corazón

va el amigo.

Testimoniando la obra de gobernantes,

médicos y herbolarios.

cada cual con su afán,

muchos lo ven pasar,

cunde en ellos la indiferencia,

qué decir de la solidaridad.

El amigo,

contempla el pasado,

trazando el futuro en su pensar.

Como reliquia viva que desborda el desván.

Otros, detrás de los barrotes,

en espera de la amnistía de los que ya no están.

Y sigue el amigo…

Nota: Van mis sinceros agradecimientos al Sr. Simón Rovira, por la corrección y valoración de las ideas que unen el contenido y forma de esta historia. Sin olvidar, por supuesto, a Ahmed, El Mexicano, motivo de inspiración, ejemplo, y perseverancia en una lucha continua por la vida. Desde una silla de ruedas.


06 noviembre 2011

Retazos de una historia. (2ª parte)

Varias organizaciones europeas y americanas no gubernamentales, ocupadas en la protección de los derechos humanos más elementales venían siguiendo el conflicto del Sahara Occidental desde años atrás. Una de esas organizaciones era Amnistía Internacional.

Tras innumerables esfuerzos consiguieron la revisión, por parte del ministerio del interior marroquí, de varios expedientes de la D.S.T. Muchas personas, hombres y mujeres jóvenes habían sido encarcelados sin motivo alguno en 1975. Ahora iban a ser liberados, corría el año 1991.

Meimuna tenía entonces treinta y cinco años. Cuando la delegación belga la recogió a las puertas de la cárcel de Agadir apenas cubría su cuerpo con harapos que fueron sus ropas y su melhfa en otros tiempos y se envolvía, sin apenas fuerzas, con una sucia y raída manta militar.

El médico belga le diagnosticó un estado avanzado de desnutrición, varias infecciones cutáneas, problemas digestivos muy serios, una conjuntivitis que había afectado a la córnea de sus ojos, y toda una serie de heridas mal cicatrizadas cubriendo su menudo cuerpo.

El médico anotó en su diario: “(…) Debió ser una joven muy hermosa. Era enfermera y posiblemente gracias a sus conocimientos ha sobrevivido en la cárcel, ayudando a sobrevivir a otras muchas mujeres que estaban con ella. Físicamente es imposible soportar tanto dolor, tantas vejaciones, tanta crueldad. Hay algo en el interior de Meimuna que hace renacer sus ansias de sobrevivir…”

La delegación de Amnistía internacional consiguió que Meimuna fuese trasladada a su ciudad, El Aaiún. Los únicos familiares que hallaron fue la familia de su primo Mohamed, nieto de un hermano de su abuelo paterno.

Mohamed era un hombre corpulento, cubierto con su darraa de color azul oscuro, turbante negro y largo envolviendo su cabeza y rostro. Acusaba una ligera cojera en la pierna izquierda, aunque nadie supo jamás de su lesión en una rodilla, producida en 1977 durante una operación de sabotaje que nunca fue revelada en la prensa local.

Nadie conocía su pasado ni sus relaciones, por eso la policía marroquí nunca se había preocupado de su persona.

La esposa de Mohamed, Jadiyetu, era de origen mauritano por parte de madre y procedía de una de las familias de pastores del Sahara Occidental, capaces de atravesar el desierto desde El Aaiún hasta Tinduf o desde Mahbes hasta Zuerat.

Meimuna estuvo con sus primos unos seis meses, bajo tratamiento médico y con los excelentes cuidados de Jadiyetu. No se habló del cautiverio, ni de política, ni de la guerra. Le contaron que sus ancianos padres habían fallecido durante su encierro, viviendo sus últimos años muy apenados por su suerte.

Al fin, Meimuna salió a la calle. No podía circular sola, no podía visitar a los amigos de su juventud, no podía entretenerse en ninguna parte, pues los agentes secretos marroquíes la vigilaban estrechamente.

Todo el barrio de las Colominas Rojas había sido derribado entre 1984 y 1985, para poder construir una gran plaza en honor de Rey Hassan II, con motivo de su visita a la ciudad. El Hospital provincial también había desaparecido. El instituto “General Alonso”, trasformado, y buena parte de sus aulas fueron demolidas. La ciudad había cambiada demasiado. Los habitantes también, a causa de la gran avalancha de colonos que salpicaban sus barrios el centro y las periferias de la ciudad.

El Aaiún, al igual que otras ciudades saharauis, fue repoblada por marroquíes procedentes del norte, del sur y del centro, es decir, de las zonas más deprimidas de Marruecos. Quienes se decidieron a ocupar las “provincias del sur” gozaban de ciertos privilegios a la hora de conseguir los mejores empleos, alimentos de primera necesidad, una casa, etc. Mientras tanto, los saharauis se veían relegados a ser ciudadanos de segunda clase en su propia tierra.

Meimuna se encaminó al cementerio de Jat-Ramla. Allí encontró dos pequeñas lápidas con los nombres, una plegaria y las fechas sobre las tumbas de su padre y de su madre.

En voz baja leyó unos versículos del Corán. A continuación, frente a las tumbas, relató durante largos minutos todo su cautiverio, tortura tras tortura, vejación tras vejación, muerte tras muerte. Para acabar, trazó un osado plan. Huir de El Aaiún. Iría en busca de los combatientes saharauis que aún luchaban contra la ocupación marroquí. Pidió protección a los espíritus de sus padres, y a Alá la fuerza necesaria para vivir ayudando a la liberación, al menos tanto tiempo como había permanecido encerrada.

Oculta en un camión que se dirigía hacia el sureste, Meimuna llegó a Smara. Alá había protegido su viaje, no habían descubierto su huída, no registraron el camión en ningún control.

En las afueras de la ciudad la esperaba un muchacho joven, Brahim, sobrino de Jadiyetu, hijo de su hermano Mustafá, cuya familia vivía pastoreando por aquella zona.

Estos pequeños grupos de pastores que circulaban alrededor de puntos con agua potable como Smara no preocupaban demasiado al ejército marroquí. Iban y venía libremente con sus rebaños de ovejas, cabras y camellos.

Pasaron los días, había aires de celebración en la familia de Mustafá. Se celebraba el nacimiento de un nuevo hijo, pronto llegaría además la boda de la hija mayor con el primogénito de una familia ganadera con la que había lazos de amistad muy grandes. A todo ello se añadía la llegada de Meimuna, una liberada, una superviviente de los “jardines secretos del rey”, como tristemente se les conocía, desde Meguna hasta Agdes. Todos los gestos, todas las palabras, todo el recuento de Meimuna representaban una verdadera alegoría: una prueba viva de que la tortura y el encierro no pueden acabar con la voluntad simple y razonablemente humana.

Cierta noche Meimuna se preparó. Vestía ropas de muchacho, de color oscuro, se envolvió además en una melhfa que ella misma había teñido de negro, recogió una cantimplora con agua, un puñado de dátiles y un pedazo de pan casero, hecho a base de trigo. Salió del campamento de la familia de Mustafá a las dos de la madrugada y comenzó a caminar en dirección este.

A unos cientos de metros oyó un ruido.

– No tengas miedo – Era Brahim, que la había visto salir de la jaima – He venido a despedirme. ¿A dónde vas?

– No sé muy bien a dónde voy. – Respondió Meimuna – Dicen que hay un muro entre nosotros y la tierra liberada, es una barrera de segregación que divide a humanos, a la fauna y a la flora. Plena de alambradas de púas, minas, perros adiestrados, patrullas y soldados… No sé si podré llegar al otro lado.

– Toma – Brahim le entregó un objeto envuelto en una tela azul – Es un cuchillo antiguo. Perteneció al abuelo de mi padre que lo compró a un viajero procedente de Damasco, él se lo dio al padre de mi padre y él a mí. Ha servido a mi familia en tiempos de guerra y de paz. Quiero que lo lleves para que te proteja; no lo pierdas porque algún día me lo devolverás…el día en que el Sahara sea todo libre o el día en que yo también cruce el muro.

– Gracias… Espero devolvértelo pronto.

Dos siluetas se separaron bajo la noche del desierto. Ninguna miró hacia atrás, siempre la mirada hacia el frente, para traer buen augurio, según los primeros viajeros que cruzaban el desierto. Con esa enseñanza se arropó del silencio y la densa oscuridad, para lograr su principal objetivo.

La propaganda marroquí había descrito “el muro” como una fortificación inexpugnable. Aparecía como una muralla de sólida construcción, con sus nidos de ametralladoras, sus detectores por radar, con apoyo de importantes unidades blindadas para el bombardeo en caso de ataque, y más allá, hacia las posiciones saharauis, campos minados y espesas alambradas.

Sin embargo, en algunos puntos el muro es sólo un montón de arena. Las torres de comunicaciones ya no tienen antenas ni radares. Algunas fortificaciones están ya vacías. Es más, algunas noches, invisibles combatientes saharauis han retirado las minas y limpiado de alambres el terreno. La desidia del ejército marroquí y las incursiones saharauis han ido despejando algunas zonas.

Meimuna consiguió cruzar por la zona de Emheriz. Traspasó una elevación, una zona con alambradas dispersas y un antiguo campo minado ya vacío. Cruzó el río de Wein-Tirguet, y al mirar en sus aproximaciones observó con cierta dificultad la sombra de una colina con fortificaciones.

Luego miró al este, hacia el incipiente sol que nacía. Sobre las primeras luces se recortaba la silueta de un viejo Land-Rover, cuyo ronroneo le llegó como una música. Era una patrulla de combatientes saharauis.

Una semana después de la llegada de Meimuna a los campamentos de refugiados saharauis, de la región de Tinduf, fue destinada como enfermera al centro de minusválidos, junto a Rabuni. Fue ella quien solicitó ese destino, dada su experiencia sanitaria y sus ansias de ayudar a quienes más lo necesitaban.

En el centro de minusválidos se recuperan ciudadanos saharauis que, desgraciadamente, han encontrado alguna mina oculta bajo la arena. Algunos han perdido una extremidad, otros han llegado muy mal, recuperándose con lentitud. Allí se les adaptan aparatos ortopédicos que la ayuda internacional ha enviado, se les enseña a caminar, a desenvolverse nuevamente, pero especialmente se les apoya para aumentar su autoestima y sus ansias de vivir.