02 noviembre 2009

El paracaidista desconocido



Sin pensarlo demasiado enterró en las profundidades del ego en el anonimato para poder actuar con simpleza propia. No escatimó ningún esfuerzo para que se incorporase en la generosidad y grandeza de hombres y mujeres que se ven representados por igual en la nobleza que sólo es comparable con la mitad del cielo.

La charla con nuestro invitado comenzó con una reflexión sobre el cambio operado en el tiempo y en la distancia de un hombre que en su juicio particular no se había percatado en su andadura de los años pasados, marcados por sentimientos que sigue enarbolando con creces Las múltiples facetas de la edad vivida con intensidad donde nunca faltó la anomalía que distorsionó el tren de vida de toda una población. Sin embargo, los escollos despertaron en la conciencia colectiva la benevolencia del pasado que sigue siendo presente. Por ello, nuestro amigo, nunca dejó de recalcar que el destino no era más que una estela que nos llevaría a donde teníamos que llegar. Nos llevaría equitativamente a lo que mereceríamos como seres humanos. Probablemente por obra y gracia de esa realidad resurgen al azar los personajes que engendra la historia en cada momento concreto. En efecto, el hombre le llevó el entusiasmo y la vanidad de un joven llegado del medio rural a incorporarse a la escuela de paracaidistas del Sahara.

Añoraba la altura para poder ver mejor las cosas, poseía un afecto tremendo al águila que parecía impresa con moldes bien claros en su boina negra de paracaidista. Ojala que todas las boinas de esa pinta tengan el mismo significado y gloria como la de El Ché y su estrella solitaria que iluminó a medio mundo con sagacidad justiciera.

Llegó al cuartel de las fuerzas del aire, presto a olvidar las penas del pasado y despejar la mente de tanta dualidad en un poblado sumergido en un profundo contraste que revela el dramático aspecto económico, político y social de una población hibrida.

En el mismo lugar se sentía para sus adentros la fuerza de la continuidad, la distinción incomparable y el canto de gloria que lo elevaría contra el narcisismo. Miraba el cielo con más frecuencia. Entendía que los límites del universo no sobrepasaban las nubes grises que esconden lluvias sórdidas y otras ácidas como el limón que exprimía a solas en las noches solitarias del cuartel de las boinas negras.

Quería pactar con los secretos del universo para rehacer la vida con ganas de vivir, pero la cosmografía le enseñó que tenía que ser un buen paracaidista, mirar con certeza la claridad del alba y la oscuridad del cielo; tanto de noche como de día, mirar hacia abajo para ver mejor desde arriba la última estrella que nunca se mueve de su propia galaxia.

La primera lección que aprendió fue esa que rezaba: atenerse al primer paso que llevaría al vacío con el sostén del paracaídas. Había que maniobrar bien en el interior del destartalado Junkers, que espantaba a los pájaros y reventaba a los tímpanos a causa del ruido mezclado con denso humo que envenenaba por igual a cadetes y a medio ambiente.

La tensión sacudía a los corazones de los padres del paracaidista, cuando lo vieron por vez primera viniendo del cielo encaramado a una sábana blanca de lino que despedía en el aire un aparato de las fuerzas del airea la altura del altozano de los vientos fríos (Gur -El berd). Después de las fortísimas acrobacias un camión Ford -K recibía a los mareados para llevarlos al reparto del rancho, entonces la tensión se esfumaba y todo volvía a la normalidad, era la aproximación razonable que despierta en el subconsciente la temeraria distancia entre la tierra, el mar y el cielo en un cálculo mental. La supuesta inercia con su aire frío va empujando poco a poco el paracaídas, las sogas y la angosta silla del piloto de los aires y de los vientos.

En tierra firme, el paracaidista comenzó a reflexionar sobre la historia y la hazaña para poder olvidar el sopor y el vértigo que martilleaban su conciencia de soldado.

Con aparente modestia se despidió con un saludo castrense sin querer revelarnos su nombre... No insistimos en que lo hiciera si así lo prefería, muchas gracias por el anonimato. Pobre paracaidista, tanta altivez con que presumía, le fue robado en un instante por una Dama de Elche.


30 agosto 2009

El juego del viento



En comparación con otros vientos, el siroco[1] cubre el rostro tanto de día como de noche en un acelerado encuentro con el litoral atlántico, en el que pierde la euforia devastadora que traía del desierto. Asegura la leyenda que no pasaría inadvertidamente sin que sus brazos de gravilla dejaran máculas sobre paredes, pedregales, hombres y matorrales. En su viaje frenético agrieta la costra y levanta el remolino a soplo de efecto sarguia[2] que se granjea en el pulso de la pobre vegetación del desierto.

En efecto, es el fenómeno natural omnipresente en la vida de los hombres de las nubes y de los vientos. Es la sucesión del tiempo en su propio efecto. Los pobres habitáculos y jaimas del Sahara se levantan en contratiempo para poder seguir erguidas, con el temor a ser atragantadas por la fina arena en un proceso de recesión a causa del embate de los caprichos de los colores del viento. Sin desmesura, caravanas y ciudades del desierto fueron llevadas por el espejismo de la arena, la soledad y el silencio de este gran imperio donde no cabe la duda, la traición ni la mentira.

El siroco renace de lo susceptible de los vientos, de los alisios, del color pardo gris del cielo, del mutismo de la tormenta; es pues el reflejo simultáneo de la tierra que va perdiendo distancia y altura en contraposición con el horizonte opaco e invisible. Por excelencia el siroco es la otra neblina con ráfagas de calor y de arena, es la válvula de escape del desierto que fluye envuelta de ensueños maravillosos a causa de las bajas presiones del mare nostrum.

El siroco impone su propia potestad sobre el terreno en el momento en que entra en desavenencias con el ábrego[3], anuncio para los ganaderos del Sahara en su cielo prodigioso de esperanza.

Con el deseo de mojar los tobillos de afán y resistencia, el siroco persiste como la fuerza indómita que repele todo aquello que huye de su encuentro. Toda esa huida lleva a lo incierto, a lo inmutable, a lo desconocido, pero sin embargo podrá aparecer de nuevo con otro rostro y diferentes rasgos, en una escala de valores que sólo se puede medir con un buen barómetro. Es el juego desconocido y permanente ente las direcciones del viento en el que no falta nunca lo cálido, lo incierto y lo fantástico. Esa intuición no la ocultan los vientos del Sahara, con la cual a veces se fusionan en acuerdo mutuo cara al altiplano, la hamada y el erg[4]. Ante esta situación el fascinante paisaje no tiene otra alternativa que batir su propio tambor en una escaramuza con la que pretende domar la vida del nómada. En este medio natural y en esta lucha inevitable en la que intervienen el siroco, el irifi[5] y el desierto, todos unen y armonizan esfuerzos para poder mover el velero, la vela y el timón en un mar de arena.


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[1] Es un viento de sudeste, caluroso y seco, de origen sahariano, generado por las depresiones que se forman en el mar Mediterráneo. Se presenta en masas de aire calientes, secas, tropicales, que son arrastradas hacia el norte por las células de baja presión que se mueven hacia el este a través del mar Mediterráneo, con el viento originado en los desiertos árabes o del Sahara. La duración del siroco puede ser desde medio a varios días y se produce generalmente durante el otoño y la primavera.
[2] Vientos cálidos del oeste
[3] Viento procedente del suroeste, templado, relativamente húmedo y portador de lluvias. Procede del Atlántico, de la zona entre las Islas Canarias y las Azores.
[4] Arenal en el que las arenas empujadas por el viento forman dunas, que se agrupan en cadenas y pueden constituir auténticos mares de arena.
[5] Viento sumamente seco y cálido procedente del Sureste, con velocidades considerables y que suele ir acompañado de espesas y molestas nubes de arena y cuyos efectos llegan a sentirse hasta en el archipiélago canario. Aunque el "irifi" no suele durarmás allá de los tres días, tiene un efecto nefasto sobre las personas al producir fuertes alteraciones sobre el sistema nervioso, sobre los animales y sobre la vegetación, que queda totalmente reseca.

27 junio 2009

El viaje de Ramón



No tenía nada que ver la inquietud de Ramón con la sordera que venía padeciendo a causa de la pólvora de la Guerra Civil. Sin embargo, el hartazgo por la finalidad y las tendencias opuestas de la guerra caló sumamente en el subconsciente de ese señor cuarentón. Para superar esos estereotipos, se sumó a las andanzas de un apetito colonial que no distaba tanto de su Andalucía natal.

Entumecido por el ruido de las hostilidades y el espejismo del Sahara, Ramón tenía el sentimiento de encontrar en su aventura la conquista de la fácil fortuna con la cual pretendía abrazar para siempre las piramidales dunas del vasto horizonte. Por eso cuando le hablaron de Smara quedó atrapado por el embrujo de las cúpulas y las paredes circulares de una aldea de arcilla y piedra, dormida en el ensueño humano y natural de una época que fue marcada por las caravanas de la sal.

Impulsado quizás por las razones de un antiguo proverbio que reza “Mejor es ver con los propios ojos que ser informado por otro”, Ramón, sin olvidar el móvil de codicia, se encontró un día sin imaginarlo nunca frente a la vieja Qasba de negros muros de la que Chej-Malainin quiso hacer una meca y un referente en el corazón del desierto. La singular mezquita de Smara constituyó por largo periodo una obra legendaria y cultural de los hombres del Sahara, pero desgraciadamente buena parte de este patrimonio y monumento a la hulla de la resistencia fue destruido por la incursión colonial francesa, bajo el mando de Mouret en 1913.

La predilecta fascinación de Ramón por este lugar arropó su cuerpo hasta el extremo de que su imaginación tocó fondo en el edén de la desolación y la embriaguez perdida a causa de una guerra atroz. Sin embargo, un sentimiento contrario, una diferencia de invocación en el tiempo y en el ideal, dejaron a Ramón sin poder alcanzar las fronteras colindantes de la inspiración del poeta y explorador francés, Michel Vieuchauge, que abrazó sin querer el encanto de la ciudad de Smara en un compromiso mortal a cambio de contemplar la misma por unos instantes. Pasado el tiempo, hoy esa réplica sigue clamando el silencio del viento. Es pues una llamada de una ciudad perdida en la arena, en la historia, y en la connotación de otras tantas ciudades que la asemejan en el desierto a la altura de Chinguetti, Uadane, Taudane, Tindouf y Tombuctú.

Al poblado santo de Chej-Malainin el forastero español llegó descalzo y sentado en la parte trasera de la carrocería del Dodge, camión destinado al avituallamiento de víveres para las tropas al mando del teniente Madrid.

Después de una travesía sin riesgos, sólo el meneo en el interior de la carrocería del camión, Ramón, con inmensas ganas, se apeó por fin en el portal del modesto economato del poblado entre el rugir del motor aun sin parar y la curiosidad de la gente, tan impaciente por descubrir las sorpresas del vehículo. Por su parte el cabo de la expedición salió disparado entre el gentío de curiosos y en voz alta anunció a su patrón: “Sin novedad, mi teniente, las tropas ya tienen para comer”.

Asombrado por el paisaje y la gente del lugar, Ramón disimuló con un apretón de muelas las agujetas de un largo viaje y sin demora alguna se presentó ante la máxima autoridad de la ciudad. Era el primer civil español que se valía de un salvoconducto extendido para viajar dentro del territorio, por el comandante de El Aaiun, Rufino Pérez Barrueco.

Con el visto bueno del teniente de la zona Ramón habilitó un estrecho local encarado a Dar diafa[1], colindante a la Qasba que gestionaba Muhamddi Chej-Mohamed El Haiba, el español empezó a fabricar en este lugar las primeras pastillas de jabón, que por aquel entonces eran muy demandadas junto a las latas de cien gramos de tomate, más conocidas con el nombre de las “latitas de Ramón”.

Las facetas de la aventura de Ramón fueron estimuladas igualmente por la ganancia, la ausencia de competencia y el apoyo de los señores coloniales. El andaluz en su afán por ganar y prosperar, topó y estrechó profundas relaciones con los incipientes mercaderes nativos tales como Nabet uid Jatari, Habib Lehbib, Sidahmed uld Salek y Sidahmed uld El Meiles. Entonces el trueque comenzó a funcionar a toda máquina, los saharauis surtían a Ramón gigantescas banastas repletas de lana y turjha[2] a cambio de novedosas mercancías fastuosas que traían las falugas[3] de más allá de la mar.

Fue por eso que en las postrimerías de la hambruna de la guerra, la baraca, el economato, las iniciativas personales, la codicia de Ramón y las 350 pesetas que cobraba cada alistado en el ejército, ayudaron a que la ciudad santa prosperara hasta que todos sus habitantes civiles y uniformados les alcanzó el trigo, el mijo y la gama.


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[1] Casa de huéspedes
[2] Lámina de corteza que se quita del tronco de la acacia o talha, y se usa para hacer cuerdas y sogas
[3] Embarcaciones

24 abril 2009

El viejo de Tirnit



A lomo de camello la noticia de la travesía del mar se propagó por todo el desierto. A la gente le abordó un sentimiento de sorpresa e indiferencia. IBERIA había protagonizado uno de los hechos más importantes de su historia el 22 de septiembre de 1946. Ese día el cuatrimotor Douglas DC-4 bajaba del cielo en Dajla en escala técnica proveniente de la capital de la metrópoli, Madrid, en su trayecto hacia Natal en Brasil. La gesta supuso un reto de la aviación civil española al alcanzar Al atlántico sur desde las costas saharauis.

A las pocas horas de surcar el Douglas el cielo hacia su destino final, a Salek le cortaron el cordón umbilical en medio de la soledad del desierto. El séptimo día de haber nacido, la abuela convocó a Dada para bendecir al niño con el ritual del amuleto. Según la práctica tradicional al recién nacido se le ofrece el nombre definitivo a la luz de la bruma de los inciensos fruto de la reflexión y la heredada generosidad de los abuelos.

La educación que recibió Salek por parte de su añorada abuela le ayudó a despuntar como un auténtico hombre del desierto. De todos sus atributos podríamos reseñar su sabiduría y la íntima relación con el pedregal Tirnit. En este lugar es donde por vez primera conoció la posición de Aldebarán en el cielo como referente de rutas de agua y pastos en tiempos de paz.

Salek mostraba claramente su temperamento de viejo revolucionario mascando un palito de mesuak entre los mástiles de la jaima de lona, donación del alto comisariado para los refugiados. Salek durante su estancia lejos de la tierra de Tirnit soportó más que nunca el dolor que le producía su enfermedad asmática, pero él nunca dejó de luchar por sus expectativas de futuro y tenía una personalidad capaz de crecerse ante las circunstancias adversas. También poseía el instinto para percatarse de la importancia de las cosas más sencillas; como el rebaño de ovejas, la inmensidad del hemisferio, el océano de tierra y el ajuar sin ordenar en la vivienda que no ocultaba el logotipo azul de la comunidad europea.

El paso de los años y la crisis de asma debilitaron sumamente al viejo hasta el extremo de ser capaz de presentir cualquier cambio atmosférico. El viejo frecuentemente caía en estado melancólico sensibilizando sus afectos hasta que la longeva abuela extraía el remedio más adecuado con sus dulces palabras. Palabras que tenían la facultad de hacerle regresar de su viaje nostálgico. En el relato de la abuela siempre estaba esa relación directa del Douglas DC-4 y los peculiares gritos de júbilo que sentenciaron el nacimiento de Salek.

Entre el anhelo y el suspiro el viejo pretendía encontrar lo que no pudo percibir en otros sitios donde dejó huellas y vagos recuerdos que todavía fluían en su comportamiento.

El alumbramiento del único hijo de Salek creó una sensación de esperanza de continuidad para vivir mejor. El padre en el ascetismo de las santuarias tierras de Tirnit grita el nombre del hijo, una enseña para hacer retornar la razón al espíritu de los vivos.

23 marzo 2009

La parcela de El Mubarek



Es indiferente para quien no conoce al pragmático El Mubarek, que con fe propia pisó de nuevo estos lugares con muchas ganas de vivir después de haberlos abandonado un día que no recuerda del todo bien. De los parajes de Tifariti salió despavorido a causa del ruido de las armas más la plaga que carcomió la parcela verde que el capitán de turno de la antigua guarnición dejó entre sus manos, hasta el regreso de una misión urgente allende de los mares.

La somnolencia de paz con ceñida libertad empujó a El Mubarek como una libélula a delimitar con evidentes linderos los escombros del pretérito huerto donde hoy se afana en levantar pieza a pieza el barracón de hojalata y cartón en una explanada que considera su terreno liberado.

Empeñado en que la reconstrucción no es nada ilusoria, El Mubarek se muestra fascinado entre la desperdigada chatarra de la guerra y los dibujos de calaveras en placas de metal que anuncian el peligro de minas. Martillando contrarreloj a lo largo de todo el día para hacer realidad el soñado cobijo de su vida, sin negarse a prestar ayuda a todo aquel que tenga la ilusión de convertir el lugar en un dedal de barracones, mientras tanto el iluso hombre espanta la soledad en la cañada próxima a la intersección de las pistas que llevan a todas partes. En la misma dirección se asoma de vez en vez la vetusta cisterna sin matricular que provee de agua potable a uniformados y civiles por igual en la medida en que el viejo motor tenga la suficiente fuerza de alcanzar las incrustadas favelas que abrazan el mercadillo. Un humilde lugar de compra y venta que se regula por sí mismo sin la intervención ni de dependientes ni de intermediarios.

Antes de abandonar el lugar el viajero, perplejo ante su propio asombro, toma impulso y sombra en una superviviente acacia antes de continuar el incómodo periplo, que en todo caso no disipa el recuerdo del retumbar del tambor de El Mubarek, el hálito de humo del rudimentario horno de pan y la compacta polvareda que los neumáticos despiden hacia el cielo para dejar entrever la parcela que se aleja en la dirección contraria.

17 febrero 2009

Sidati Salami: una manera de contar



El modo de vida operada en la sociedad a causa del flujo mediático y la nueva visión que azota el mundo ha dejado algunas costumbres y tradiciones en la cuneta del olvido. De ello no se salva la narrativa oral que hoy en día se lame las heridas de la decepción y el desinterés. Sin embargo esta manera de expresión tan antigua como actual al menos aquí sigue en las buenas manos de un brillante poeta saharaui que la guarda con amor y coherencia indeleble como algo muy personal y de interés general.

Un hombre majestuoso en el aspecto, en la expresión y en la manera de hacer llegar la palabra hasani como eco cultural al margen de la dualidad y los entresijos, en un pacto carnal y espiritual, de vuelta hacia atrás a la memoria social, a fin de asomarse al futuro en escala inmediata en el presente, atiborrado de contradicciones permanentes que a veces perturban el natural sosiego que bebe de la benevolencia de la identidad y el desarrollo cultural.

No era fácil el reto pero parece ser que la voluntad se había sumado aprisa al ímpetu de este pionero de la radio de El Aaiun, sonrisa a flor de boca y una poblada barba gris que compagina con el atuendo tradicional que exhibe con elegancia particular, sin duda es un hombre de su época y un Mualem de generaciones. Privado de la vista a temprana edad sin que el corazón nunca haya dejado de sentir con preocupación la melodía y el ritmo que le sopla al oído sigilosamente una fiel musa que reúne en su instinto la danza, la trova y las alabanzas que azuzan el sentimiento y la emoción del hombre de las tierras inhóspitas.

Para Sidati Salami Lehbib llegar a viejo es cuando ya no hay alguien que encomienda a velar por el patrimonio cultural tanto oral como material que dibuja la huella del porvenir, que en realidad no es más que el presente que nunca acaba. Por ello no debe faltar nunca la aureola de los adagios, refranes y proverbios que continúan despertando en la sucesión del tiempo una buena manera de contar, una enseñanza moral y un apego del individuo a ese amor frenético, noble y audaz, en una simbiosis donde la tierra, los animales, el agua y la luz entran como vivencia de libertad expresa que repele con modestia todo alboroto y cacofonía de una conjura que no se detiene en estar braceando contra el medio y la idiosincrasia del hombre del desierto.

En esta concatenación de elementos se destaca la identidad como medio de existencia que rehuye, para no perecer de molicie y lujuria en un habitat bien determinado, honesto y parco, como prueba de desarrollo de cultura y sociedad, lejos de toda postración y costumbres perniciosas.

Una narrativa milenaria donde no falta la nostalgia y el tórrido deseo hacia parajes, montes y páramos que no desbordan los limites de Tiris y Zemur, escenario por la supervivencia de algunos animales personalizados de la fauna que encarnan la guerra, la pena, la alegría, la paz, el trabajo, la sequía y la abundancia de los habitantes del desierto. Toda esta representación va desde el erizo pasando por el zorro hasta el temible "GARFAF". Una verdadera fábula donde el bien y el mal no coinciden nunca y donde el misterio y la mitología aportan más virtudes que quimeras, e insuflan valor y determinación a grandes y chiquitines, aunados por una llana narrativa popular y por mucho más...
*Ilustración: portada del libro Cuentos saharauis de Larosi Haidar