06 noviembre 2011

Retazos de una historia. (2ª parte)

Varias organizaciones europeas y americanas no gubernamentales, ocupadas en la protección de los derechos humanos más elementales venían siguiendo el conflicto del Sahara Occidental desde años atrás. Una de esas organizaciones era Amnistía Internacional.

Tras innumerables esfuerzos consiguieron la revisión, por parte del ministerio del interior marroquí, de varios expedientes de la D.S.T. Muchas personas, hombres y mujeres jóvenes habían sido encarcelados sin motivo alguno en 1975. Ahora iban a ser liberados, corría el año 1991.

Meimuna tenía entonces treinta y cinco años. Cuando la delegación belga la recogió a las puertas de la cárcel de Agadir apenas cubría su cuerpo con harapos que fueron sus ropas y su melhfa en otros tiempos y se envolvía, sin apenas fuerzas, con una sucia y raída manta militar.

El médico belga le diagnosticó un estado avanzado de desnutrición, varias infecciones cutáneas, problemas digestivos muy serios, una conjuntivitis que había afectado a la córnea de sus ojos, y toda una serie de heridas mal cicatrizadas cubriendo su menudo cuerpo.

El médico anotó en su diario: “(…) Debió ser una joven muy hermosa. Era enfermera y posiblemente gracias a sus conocimientos ha sobrevivido en la cárcel, ayudando a sobrevivir a otras muchas mujeres que estaban con ella. Físicamente es imposible soportar tanto dolor, tantas vejaciones, tanta crueldad. Hay algo en el interior de Meimuna que hace renacer sus ansias de sobrevivir…”

La delegación de Amnistía internacional consiguió que Meimuna fuese trasladada a su ciudad, El Aaiún. Los únicos familiares que hallaron fue la familia de su primo Mohamed, nieto de un hermano de su abuelo paterno.

Mohamed era un hombre corpulento, cubierto con su darraa de color azul oscuro, turbante negro y largo envolviendo su cabeza y rostro. Acusaba una ligera cojera en la pierna izquierda, aunque nadie supo jamás de su lesión en una rodilla, producida en 1977 durante una operación de sabotaje que nunca fue revelada en la prensa local.

Nadie conocía su pasado ni sus relaciones, por eso la policía marroquí nunca se había preocupado de su persona.

La esposa de Mohamed, Jadiyetu, era de origen mauritano por parte de madre y procedía de una de las familias de pastores del Sahara Occidental, capaces de atravesar el desierto desde El Aaiún hasta Tinduf o desde Mahbes hasta Zuerat.

Meimuna estuvo con sus primos unos seis meses, bajo tratamiento médico y con los excelentes cuidados de Jadiyetu. No se habló del cautiverio, ni de política, ni de la guerra. Le contaron que sus ancianos padres habían fallecido durante su encierro, viviendo sus últimos años muy apenados por su suerte.

Al fin, Meimuna salió a la calle. No podía circular sola, no podía visitar a los amigos de su juventud, no podía entretenerse en ninguna parte, pues los agentes secretos marroquíes la vigilaban estrechamente.

Todo el barrio de las Colominas Rojas había sido derribado entre 1984 y 1985, para poder construir una gran plaza en honor de Rey Hassan II, con motivo de su visita a la ciudad. El Hospital provincial también había desaparecido. El instituto “General Alonso”, trasformado, y buena parte de sus aulas fueron demolidas. La ciudad había cambiada demasiado. Los habitantes también, a causa de la gran avalancha de colonos que salpicaban sus barrios el centro y las periferias de la ciudad.

El Aaiún, al igual que otras ciudades saharauis, fue repoblada por marroquíes procedentes del norte, del sur y del centro, es decir, de las zonas más deprimidas de Marruecos. Quienes se decidieron a ocupar las “provincias del sur” gozaban de ciertos privilegios a la hora de conseguir los mejores empleos, alimentos de primera necesidad, una casa, etc. Mientras tanto, los saharauis se veían relegados a ser ciudadanos de segunda clase en su propia tierra.

Meimuna se encaminó al cementerio de Jat-Ramla. Allí encontró dos pequeñas lápidas con los nombres, una plegaria y las fechas sobre las tumbas de su padre y de su madre.

En voz baja leyó unos versículos del Corán. A continuación, frente a las tumbas, relató durante largos minutos todo su cautiverio, tortura tras tortura, vejación tras vejación, muerte tras muerte. Para acabar, trazó un osado plan. Huir de El Aaiún. Iría en busca de los combatientes saharauis que aún luchaban contra la ocupación marroquí. Pidió protección a los espíritus de sus padres, y a Alá la fuerza necesaria para vivir ayudando a la liberación, al menos tanto tiempo como había permanecido encerrada.

Oculta en un camión que se dirigía hacia el sureste, Meimuna llegó a Smara. Alá había protegido su viaje, no habían descubierto su huída, no registraron el camión en ningún control.

En las afueras de la ciudad la esperaba un muchacho joven, Brahim, sobrino de Jadiyetu, hijo de su hermano Mustafá, cuya familia vivía pastoreando por aquella zona.

Estos pequeños grupos de pastores que circulaban alrededor de puntos con agua potable como Smara no preocupaban demasiado al ejército marroquí. Iban y venía libremente con sus rebaños de ovejas, cabras y camellos.

Pasaron los días, había aires de celebración en la familia de Mustafá. Se celebraba el nacimiento de un nuevo hijo, pronto llegaría además la boda de la hija mayor con el primogénito de una familia ganadera con la que había lazos de amistad muy grandes. A todo ello se añadía la llegada de Meimuna, una liberada, una superviviente de los “jardines secretos del rey”, como tristemente se les conocía, desde Meguna hasta Agdes. Todos los gestos, todas las palabras, todo el recuento de Meimuna representaban una verdadera alegoría: una prueba viva de que la tortura y el encierro no pueden acabar con la voluntad simple y razonablemente humana.

Cierta noche Meimuna se preparó. Vestía ropas de muchacho, de color oscuro, se envolvió además en una melhfa que ella misma había teñido de negro, recogió una cantimplora con agua, un puñado de dátiles y un pedazo de pan casero, hecho a base de trigo. Salió del campamento de la familia de Mustafá a las dos de la madrugada y comenzó a caminar en dirección este.

A unos cientos de metros oyó un ruido.

– No tengas miedo – Era Brahim, que la había visto salir de la jaima – He venido a despedirme. ¿A dónde vas?

– No sé muy bien a dónde voy. – Respondió Meimuna – Dicen que hay un muro entre nosotros y la tierra liberada, es una barrera de segregación que divide a humanos, a la fauna y a la flora. Plena de alambradas de púas, minas, perros adiestrados, patrullas y soldados… No sé si podré llegar al otro lado.

– Toma – Brahim le entregó un objeto envuelto en una tela azul – Es un cuchillo antiguo. Perteneció al abuelo de mi padre que lo compró a un viajero procedente de Damasco, él se lo dio al padre de mi padre y él a mí. Ha servido a mi familia en tiempos de guerra y de paz. Quiero que lo lleves para que te proteja; no lo pierdas porque algún día me lo devolverás…el día en que el Sahara sea todo libre o el día en que yo también cruce el muro.

– Gracias… Espero devolvértelo pronto.

Dos siluetas se separaron bajo la noche del desierto. Ninguna miró hacia atrás, siempre la mirada hacia el frente, para traer buen augurio, según los primeros viajeros que cruzaban el desierto. Con esa enseñanza se arropó del silencio y la densa oscuridad, para lograr su principal objetivo.

La propaganda marroquí había descrito “el muro” como una fortificación inexpugnable. Aparecía como una muralla de sólida construcción, con sus nidos de ametralladoras, sus detectores por radar, con apoyo de importantes unidades blindadas para el bombardeo en caso de ataque, y más allá, hacia las posiciones saharauis, campos minados y espesas alambradas.

Sin embargo, en algunos puntos el muro es sólo un montón de arena. Las torres de comunicaciones ya no tienen antenas ni radares. Algunas fortificaciones están ya vacías. Es más, algunas noches, invisibles combatientes saharauis han retirado las minas y limpiado de alambres el terreno. La desidia del ejército marroquí y las incursiones saharauis han ido despejando algunas zonas.

Meimuna consiguió cruzar por la zona de Emheriz. Traspasó una elevación, una zona con alambradas dispersas y un antiguo campo minado ya vacío. Cruzó el río de Wein-Tirguet, y al mirar en sus aproximaciones observó con cierta dificultad la sombra de una colina con fortificaciones.

Luego miró al este, hacia el incipiente sol que nacía. Sobre las primeras luces se recortaba la silueta de un viejo Land-Rover, cuyo ronroneo le llegó como una música. Era una patrulla de combatientes saharauis.

Una semana después de la llegada de Meimuna a los campamentos de refugiados saharauis, de la región de Tinduf, fue destinada como enfermera al centro de minusválidos, junto a Rabuni. Fue ella quien solicitó ese destino, dada su experiencia sanitaria y sus ansias de ayudar a quienes más lo necesitaban.

En el centro de minusválidos se recuperan ciudadanos saharauis que, desgraciadamente, han encontrado alguna mina oculta bajo la arena. Algunos han perdido una extremidad, otros han llegado muy mal, recuperándose con lentitud. Allí se les adaptan aparatos ortopédicos que la ayuda internacional ha enviado, se les enseña a caminar, a desenvolverse nuevamente, pero especialmente se les apoya para aumentar su autoestima y sus ansias de vivir.

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