Una inmensa semiesfera naranja se entreveía en el horizonte, procedente de sí misma, del interior de África. Amanecía, y una patina ocre bañaba las azoteas. Despertaba la ciudad de El Aaiún. El cuartel de Sidi Buya parecía estar de fiesta. Las banderas rojigualdas ondeaban por todas partes. Los altavoces repetían marchas militares.
Todas las unidades del tercio Millán Astray estaban presentes en el área de formación, en posición de descanso, pero preparadas para rendir honores. Al frente, una tarima con un centenar de sillas plegables, en cuyo centro destacaba una tribuna repleta de micrófonos.
A lo lejos resonaban los pasos del coronel acercándose a las tropas. Vestía uniforme de camuflaje sobre el que destacaba el brillo de numerosas condecoraciones.
– ¡Firmes! – gritó el coronel a sus soldados, quienes de inmediato cumplieron las órdenes resonando el taconazo de sus robustas botas castrenses.
– Tenemos visita – dijo el coronel –. Hoy debemos comportarnos, más que nunca, como verdaderos novios de la muerte.
Poco después sonó el cornetín de orden. Llegó la comisión con un militar de muy alta graduación. Recibió las novedades de parte del coronel y procedió a pasar revista a las tropas.
A continuación se inició el discurso, plagado de arengas a las tropas.
“…Sobre todas las cosas debe quedar en buen lugar el honor del Ejército Español. España cumplirá sus compromisos defendiendo el territorio saharaui hasta sus últimas consecuencias. Nadie debe desfallecer, y si fuese necesario, hay que dar hasta la vida por mantener firmes las posiciones…”.
El orgullo de los legionarios se vio reforzado, su ánimo reconfortado. Lucharían hasta el final defendiendo la soberanía del territorio español.
En aquellos momentos El Aaiún, capital del Sahara Occidental, era una ciudad de arquitectura netamente colonial. Algunos de sus barrios contrastan por su peculiaridad, dándole un matiz arábigo-africano; los asentamientos de las Barricadas o la legendaria Zemla, donde vivía la inmensa población de nativos, la barriada de casas Hexagonales, o la humilde manzana de El Polco, con su población de soldados, obreros, funcionarios e incipientes comerciantes atisbaron en el acto de Sidi Buya una declaración de guerra, sin saber con toda claridad el comienzo y el final de la misma.
Los servicios secretos sabían de serios movimientos de tropas en territorio marroquí, se esperaba una invasión, una agresión armada contra el Sahara. Los supuestos preparativos de defensa quedaron patentes en la parte escalonada de la ciudad, con la zona baja que los nativos llamaban Dachra, y los zocos: el viejo, conocido como “de las vitrinas”, y el llamado “de la carne”, hacia el oeste, en el barrio del antiguo cementerio español, donde los vendedores solían exponer la carne ovina y camellar, siendo el principal matadero y centro de distribución de carde de toda la ciudad.
En esos mismos días, el personal nativo perteneciente a las tropas nómadas y la policía territorial fue requerido en sus correspondientes acuartelamientos para proceder a la devolución de sus armas.
Mientras la tropa española era animada a dar su vida por defender el suelo saharaui, los saharauis eran desarmados al son de música y canto que se levantaban de las pequeñas plazas y jardines dispersos por el centro de la ciudad; abarrotados durante los fines de semana por las familias europeas, encantadas con la escucha de Manolo Escobar cantando su “¡Que viva España!”.
Ahmed tomó la primera tanda de té, después de la prosternación de Salat-Asubuh, al amanecer. En aquellos momentos estaba ensimismado en el día que acababa de amanecer, aunque la oscuridad del alba aún reinaba intensamente con su color púrpura. En su semblante se trazaba ya la mueca de la senda que el destino le depararía.
– No pienses mucho, hijo, que llegarás a viejo a pesar de tu corta edad – le reprochó su padre Mohamed.
En la mente del muchacho bullían mil y una ideas. La madrugada anterior, la emisora de radio de la BBC anunciaba que las tropas marroquíes se concentraban junto a la frontera norte saharaui.
– Estamos al borde de la guerra, padre – dijo Ahmed, con voz ingenua e infantil.
– ¿De qué guerra estás hablando, hijo?
– Padre, Marruecos pretende invadir nuestra tierra, y España se va a retirar dejándonos indefensos.
– España no puede abandonarnos– dijo Mohamed – muchos saharauis murieron en su guerra. En 1938 fueron embarcados en viejos barcos y en aviones Junker, los hombres que formaban la llamada “legión moruna”. Tu abuelo, mi padre, entre otros, fue a luchar al frente de Bilbao. Fue un horror, lucha de vecinos contra vecinos, hermanos contra hermanos, Y allí, la legión de saharauis fue utilizada como tropa de choque contra el ejército rojo, como carne de cañón.
– He visto el horror de la guerra en las películas del cine Las Dunas, pero imagino que sólo eran películas –dijo Ahmed.
– La realidad es mucho más cruel de lo que puedan representar las películas – dijo Mohamed.
– De que habrá una guerra estoy seguro, pero de cuanto dure…, sólo Dios sabrá – respondió, mientras desplazaba la bandeja entre sus manos y se aprestaba a salir hacia el Colegio de la Paz, donde estudiaba su último curso de secundaria.
Ahmed salió a la calle. Era un día templado, la actividad de la gente parecía trascurrir normalmente. Cada cual enfrascado en lo suyo, con cierta cautela. Miró a las cuatro direcciones, y se percató, como su ciudad natal fue expandiéndose hacia el sur, en dirección al viejo aeródromo, al suroeste hacia Jat Ramla, al norte, más allá del río, en dirección a Sidi Buya, no muy lejos de las fuentes que dieron nombre a la ciudad.
Parecía una urbe de principios de siglo. Sin embargo las primeras construcciones se levantaron en la década de los años 30 sobre una fina tierra amarillenta y rojiza que sabe a sal, por la salubridad de sus aguas.
Saguia el Hamra, principal río del país, linda con la ciudad por el norte y desemboca en el Atlántico en la zona llamada Fum El Uad, donde están los pozos de El Ayafa, que proveen a la ciudad de agua potable.
En los años 50, se asentaron oficialmente los cimientos necesarios del Estado colonial en el territorio saharaui, con todas sus estructuras en torno a un poder centralizado que puso fin a la vida nómada en el Sahara.
Los límites de la ciudad quedaron prescritos en dirección a la desembocadura del río, desde Cueva chacal, al este, hasta el antiguo cementerio de Juay-Sawaya, al oeste Saguia el Hamra, históricamente es catalogada como tierra de santidad, debido a los relevantes sabios y santos que la poblaron con sus cofradías, haciendo de la misma una meca de singular trascendencia para toda la región del Magreb.
Las tumbas de estos santos salpican la Saguia y sus periferias. Estos chiuj afianzaron las bases culturales, morales espirituales en el seno de la población saharaui; cruce entre la cultura árabe y africana, el límite entre la parte occidental del Magreb y el África Subsahariana.
Ahmed llegó a tiempo a clase, pero ese día el director del centro escolar anunció a los alumnos, en filas y en posición de firme, como adiestrados soldados, que las clases quedaban suspendidas hasta nueva orden.
El discurso estuvo lleno de cacofonías e intentos de excusar a los superiores que ordenaban la paralización de las clases. Aunque los niños no entendieron la mayoría de las palabras del director, si comprendieron su significado, destilando entre palabra y palabra que llegaba el final de una época.
Al romper filas Ahmed buscó a su colega de aula, José. Era un muchacho rubio, con unos pequeños ojillos azules tras sus gruesas lentes, hijo de un oficial del Ejército Español.
Qué curioso verlos juntos. Uno tan rubio, el otro tan moreno; uno musulmán y el otro cristiano. Los dos emprendieron las primeras letras del abecedario juntos en la misma aula, en la misma escuela. Su amistad, su hermanamiento parecía un desafío a la hipocresía de los políticos. Siempre iban juntos. Sus viviendas compartidas, sus sueños comunes…
Un caleidoscopio de recuerdos con las excursiones a la playa, a la sauna de El Jihi, o como observaban curiosos y clandestinos las operaciones en el matadero de cerdos de la Granja Sánchez.
Sus reuniones y largas charlas a las puertas del cine de Las Dunas, el material escolar adquirido en el estanco de los hermanos Artiles, el fuerte olor a pan recién hecho, saliendo de la panadería “Manolo”, o tomar juntos la sopa lehrira de la pensión Mesaud, cuando caía el sol, a la hora del futur, en pleno Ramadán. O sus sueños de viajar en larguísimas caravanas hasta Mali.
El sueño colonial llevó a finales del siglo XIX y principios del XX a expedicionarios provenientes de Portugal, Inglaterra, Francia y España, como Emilio Bonelli , Francisco Quiroga y Julio Cervera, que establecieron el primer puente con los nativos a través de trueque, para proceder después a su “obra civilizadora”.
Los primeros encontraron una audaz resistencia, sobre todos los franceses, en las batallas de Leglat, Ergueiwa, Tagel y Mijek, ente otras. La primera fue en el año 1913. A finales de los años 50, el territorio conoció otro levantamiento que puso a las tropas coloniales en un verdadero atolladero, que no tuvieron más remedio que pedir la ayuda de Francia para apaciguar el levantamiento armado.
Las operaciones conjuntas franco-españolas conocidas bajo los nombres de Teide y Ecouvillon dieron al traste con el levantamiento. El fracaso de la rebelión se achacó además de a la participación conjunta de España y Francia, a la falta de cohesión entre los sublevados, la carencia de un liderazgo y la infiltración de elementos pro-marroquíes en su seno, especialmente en la dirección. El Sáhara Occidental se encuentra en manos de las naciones unidas desde 1967, como cuestión de descolonización.
A principios de 1975 la corte internacional de justicia anuncia su veredicto indicando que el territorio saharaui no le une ninguna relación jurídica con el reino de Marruecos, ni tampoco con el conjunto Mauritano. Meses después ambos países agreden al Sáhara.
– José, vuestras autoridades están tramando la venta de mi pueblo y, a la vez, el deshonor de España. Después de tanto tiempo de convivir juntos nos van a separar, de la peor manera.
– Las guerras en las colonias portuguesas tocan a su fin.– repuso José – España os dará vuestro derecho y no os abandonará, no seremos peor que Portugal.
– Ojala – dijo Ahmed, mientras apoyaba la palma de su mano sobre el hombro de José. Buscó en sus bolsillos, sacó un arrugado pitillo y unas cerillas de propaganda de una empresa del archipiélago canario.
– No fumes Ahmed, que daña la salud – dijo José.
– Cada vez que escucho a los políticos fumo más. Y este discurso de hoy me provoca mayor preocupación.
– Bueno Ahmed, es la hora del almuerzo, tengo que dejarte. Mañana nos veremos, quizá todo se haya aclarado ya.
Ahmed soltó el humo de su cigarrillo marca Kruger. Los dos muchachos se miraron. Había tristeza en sus ojos que se humedecían. Esa última mirada no era un hasta pronto, sino un adiós. Cada uno tomó una dirección. Mientras apretaban el paso hacia sus casas, las lágrimas resbalaron por sus mejillas.
José recordó para siempre la última imagen de su amigo, a la puerta de la dulcería La Española, donde tantas veces habían comprado el pastel de “meloja”(1).
Cuando José entro en su casa la desesperación se apoderó de sus sentidos. Las maletas llenas, cerradas, en el pasillo… Quiso huir, buscar a Ahmed, escapar, quedarse en “su tierra”. La mano de hierro de su padre le detuvo. Todo estaba listo para partir.
Amaneció de nuevo y Ahmed salió en busca de su amigo José, aunque sentía un frío intenso en su pecho, una sensación de vacío, un presagio del desastre. Caminó hasta su casa, que encontró cerrada. Caminó por las calles sin rumbo, oyendo en su cabeza el discurso del director de la escuela, oyendo el último noticiario de la radio afirmando que no pasaba nada. Fumó hasta acabar con su último pitillo. En una esquina encontró a varios compañeros de aula, le explicaron que la guarnición española había recibido órdenes de evacuar. Su amigo José había partido el día anterior hacia las Islas Canarias.
El frío intenso volvía a hacerse insoportable en el pecho de Ahmed. El mundo que había conocido hasta entonces se desmoronaba.
Una procesión de vehículos se alejaba de El Aaiún en dirección a la playa, en la costa les esperaban los buques para la evacuación.
El convoy se cerraba con un viejo jeep Willy de la policía militar. Los jóvenes soldados lanzaban una última mirada hacia la ciudad donde quizá no volverían. La imagen que les despedía, junto a la carretera, era la gigantesca silueta del toro de Osborne. Una “piel de toro”, de hierro negro sobre un altozano, ¿quizá un símbolo de la presencia española? ¿un ídolo que dejaba atrás el colonizador en retirada? …
El panorama de la ciudad de El Aaiún cambió súbitamente aquel noviembre de 1975, después de que España pactase en detrimento de la población saharaui y contra la comunidad internacional, que preparaba un referéndum de autodeterminación. En los llamados Acuerdos de Madrid España cedía el Sáhara a Marruecos y Mauritania.
Las escuelas se trasformaron en cuarteles y las mezquitas en puestos de interrogatorios. La cascada de detenciones no excluyó ni siquiera a los ancianos.
Las arterias de la ciudad quedaron acorraladas por alambradas de púas, barricadas reforzadas con sacos de arena, a apenas trescientos metros una de otra.
Peine de soldados con las armas en la mano.
La ciudad respiraba un aire acre y turbio.
Humaredas de viejos y robustos tanques rechinando en fila india por las calles.
¡Era la ocupación!
En pocas horas la urbe quedó desolada, sus calles parecía que nunca conocieron transeúntes, amén de los nuevos ocupantes que exhibían sus armas y uniformes color tierra.
El temor y el ofuscamiento creaban la histeria en el seno de la población aaiúnense, que se encerró en sus casas, para después ser abandonados hacia lo incierto, hacia el éxodo…
A la par, los grandes ferris comerciales y buques de la marina española evacuaban a los últimos civiles y militares de la colonia.
De esta manera, el Ejército Español arriaba en El Aaiún, la última bandera.
Mientras los últimos vehículos españoles se alejaban hacia el oeste, una tenaza se cerraba de norte a sur. Por el norte entraba el ejército de ocupación de Marruecos. Por el sur se precipitaban las tropas de Mauritania.
La población saharaui, asustada, no tuvo otra elección que huir hacia el interior, hacia el desierto. Su única esperanza era encontrar un refugio seguro.
Los medios eran escasos, pero había voluntad entre los desplazados. Era una avalancha humana que necesitaba cobijo y protección. Abandonaron sus casas con lo puesto. Todos los bienes, documentos, objetos, recuerdos, todo quedo atrás.
La gente huyó en los pocos automóviles particulares disponibles, comenzando un periplo hacia el más espantoso exilio.
Las mujeres entrelazaron sus melhfas y las extendieron a modo de precarias jaimas donde cobijarse. Los turbantes de los hombres hicieron las veces de mantas arropando a los niños.
Pensaban que esta situación duraría unos días, unas semanas como mucho…
Ahmed, conocido como “el mejicano”, apretaba sus labios mientras contemplaba el último convoy español saliendo de El Aaiún. Junto al triste Ahmed, dos amigos de múltiples hazañas, Mohamed, “el Gato” y el pequeño Brahim, alias “Ratita”. Juntos habían crecido en aquella extraña sociedad semicolonial, donde se sentían extraños en su propia tierra al compararse con los estereotipos europeos y anglosajones, pero donde se sentían libres de recorrer las calles de El Aaiún. Ya añoraban la compañía de sus amigos españoles, arrancados tan brutalmente de su lado, en especial del simpático José, al que llamaban ocasionalmente “Lupas”, debido a sus gruesas lentes.
Hasta aquella esquina llegó Mohamed, el padre de Ahmed, buscando nerviosamente a su hijo. Se saludaron, y Mohamed depositó su mano tranquilizadora sobre el hombro de Ahmed.
– Hijo, debes acompañarme de inmediato, tus temores se han hecho realidad. Las tropas españolas se retiran y se dice que están llegando más agentes y soldados marroquíes.
– Aquí pasan las últimas tropas españolas padre. Todos se van en dirección a la playa, – respondió Ahmed.
– La gente está muy nerviosa. Algunos se han encerrado en las casas, otros han marchado ya hacia Amgala, a la búsqueda de los componentes del Frente Polisario. Creo que será mejor seguir ese camino. Temo por ti, hijo, y por todos los jóvenes como tú. Mi amigo El Fadel acaba de contarme que han desaparecido los libros de escolaridad, que se rumorea han podido llegar a manos del departamento de seguridad territorial marroquí (2), al igual que listas de trabajadores de Fosbucrà o de Cubiertas y Tejados que simpatizan con la causa de la independencia .
– Pero ¿cómo es posible que esta información haya llegado tan deprisa a los marroquíes?
– Oh, hijo, si ha habido políticos españoles capaces de ordenar la retirada del ejército, capaces de abandonarnos en manos de peor enemigo, también pueden haber vendido cualquier información.
– Tienes razón – respondió Ahmed –. Marchemos antes de que sea demasiado tarde.
A medida que caminaba hacia su casa, su paso se apretaba más. Se cruzaban con algún vehículo civil español que huía hacia La Playa, con algún Willy de la policía militar española que seguía esa misma dirección. Vieron a la gente correr por las calles, mujeres corriendo mientras apretaban a sus hijos pequeños contra su pecho, ancianos con la mirada perdida y esa expresión incrédula en el rostro, vetustas furgonetas llenas de gente en dirección al este. Todas las tiendas y mercados estaban cerrados.
Apenas unas calles más allá resonaban los ruidos de la ocupación. La familia de Ahmed fue una de las últimas en poder abandonar El Aaiún, poco después se difundía la noticia de la ocupación del cuartel de Lehcheicha, quedando cerrada la salida hacia el este.
Algo se rompió ese día en el corazón de Ahmed. De repente el niño de apenas catorce años se había convertido en un exiliado, en un proscrito en su propia tierra. Sus amigos habían quedado atrás, su casa perdida, su familia abandonada en medio del desierto. No había lugar para vacilaciones, ni siquiera un momento para detenerse a llorar, cada corazón herido por el exilio, era el motor de un nuevo combatiente por la libertad.
Meimuna rondaba los veinte años en 1975. Aunque vestía a lo europea, se cubría con la tradicional melhfa saharaui. Era menuda y un poco delgada. Su rostro, de facciones serenas, se veía iluminado por sus grandes ojos negros y su amable sonrisa.
Trabajaba como enfermera en el Hospital General Provincial de El Aaiún. Pasó también los correspondientes cursos de la Sección Femenina. Jamás manifestó tendencia política alguna. Era la única hija de un matrimonio de avanzada edad. Meimuna mantenía con su trabajo a sus ancianos padres.
La ocupación le llegó sorpresivamente, apartada de cualquier información o tendencia política. Sin embargo, la llegada de los marroquíes le supuso un mal augurio. Quedó sumamente apenada por la marcha de la mayoría de sus compañeros españoles, médicos y enfermeras. En aquellos momentos su máxima preocupación era poder atender a los heridos si los hubiese, seguir asistiendo a los partos que se prestasen o mantener las visitas a las personas que lo necesitasen.
La tercera noche tras la entrada de las fuerzas de ocupación en El Aaiún los agentes de la DST organizaron una cascada de registros domiciliarios. Un grupo de vehículos se dirigió hacia las Colominas Rojas, serie de bloques de casas unifamiliares pintadas de color rojo, donde vivía la familia de Meimuna.
La puerta de la casa saltó hecha añicos bajo los culatazos, serían alrededor las dos de la madrugada.
El padre de Meimuna , Mansur, se levantó sobresaltado; a pesar de su avanzada edad, se enfrentó a los ocupantes.
– ¿Quiénes son?, ¿qué hacen aquí ?
– Tenemos órdenes de registro – le respondió una gruesa voz. Mientras se encendían las luces de la casa, los malos modos, ruidos, gritos, empujones y golpes de culata proliferaban.
El registro fue general, sin dejar ni un cuarto, ni un armario. Los colchones y las almohadas eran rasgados por las bayonetas.
En la habitación de Meimuna había una pequeña mesita, en ella algunos útiles médicos que la muchacha utilizaba para asistir a algunas personas mayores del vecindario, para curar a los niños que caían jugando en las calles. Sobre un mantel blanco se amontonaban un estetoscopio, un equipo para medir la presión arterial, una botella de yodo y un frasco de agua oxigenada, algodón y unas gasas.
El suboficial marroquí sonrió maliciosamente, mientras señalaba hacia la mesita con el cañón de su vieja pistola.
– Aquí tenemos su dispensario clandestino. Nos la llevamos a la comisaría – gritó en francés a sus hombres.
Los agentes de la DST arrastraron a Meimuna hacia la puerta, mientras resonaban los gritos de desesperación de sus padres, retenidos tras los fusiles marroquíes.
Sobre las tres y media de la madrugada, Meimuna llegó en el jeep a las puertas de la oficina de interrogatorios, instalada recientemente en un abandonado Cuartel de la Policía Territorial. Cerca de allí estaba el edificio de la Sección Femenina, donde Meimuna realizó varios cursos sobre sanidad.
Los tirones y empujones para bajar del automóvil se sucedieron hasta la entrada.
Meimuna se dirigió al agente que la arrastraba literalmente hacia el interior:
– ¿ Por qué me traéis aquí ? ¿Qué queréis de mí? – repitió varias veces en hassania .
– No se precupe “doctora”, sólo serán unas preguntas y podrá volver con sus padres – le respondió en árabe.
Al entrar notó un aire sumamente enrarecido. El vestíbulo estaba repleto de ciudadanos saharauis arrestados, hombres y mujeres, jóvenes principalmente. Por un pasillo dejando en medio entraban y salían sin cesar los policías y los soldados marroquíes.
Como ruido de fondo sonaban los impactos de las máquinas de escribir, como si fuesen ametralladoras.
Entre la gente hacinada había cabezas bajas, resonaban los sollozos de algunos, mientras otros se preguntaban en voz baja por lo ocurrido en toda la ciudad, después de la irrupción militar. Nadie sabía por qué estaba allí.
Meimuna se acurrucó en el suelo, apoyando la espalda contra uno de los afilados y estrechos bancos, rodeada de gente con su mismo destino.
Los agentes entraban y salían rápidos. Nerviosos, salían con papeles en las manos y siempre regresan empujando a alguien. Así toda la noche. Al pasar se cruzaban las miradas, los saharauis demandando respuestas, los agentes con cierto desprecio, como si todos fueran sospechosos e incluso culpables de algún supuesto delito.
La noche se hacía interminable.
En un momento el suboficial que la detuvo cruzó la sala nuevamente. Meimuna se atrevió a hablarle:
– Señor, hace varias horas que estoy aquí. Quisiera regresar a mi casa , con mis padres. Pregunte lo que quiera y déjeme ir.
– Usted debe esperar su turno como todo el mundo – le respondió con tono desagradable.
Al final, a través de las cortinas se adivinaban las primeras luces del día. El amanecer traía la esperanza de que todo acabara, pero también el vértigo de la incertidumbre.
A las siete de la mañana llamaron a Meimuna. Estaba cansada y sudorosa, el estrés de la noche sin dormir, el nerviosismo de la detención, todo se reflejaba en su rostro. Miró hacia el vestíbulo y aún lo encontraba lleno de gente detenida. La cabeza le daba vueltas, todo parecía irreal, quizá una pesadilla.
Cruzaron varios pasillos y estancias hasta una puerta cerrada. Al entrar había una habitación estrecha, a oscuras. El guardián la obligó a sentarse en una silla plegable, sin mediar una palabra, y abandonó la habitación.
De pronto se encendieron frente a ella unos potentes focos. Meimuna se cubrió el rostro con las manos y cerró los ojos.
Una voz firme le ordenó que descubriera el rostro y que mirase hacia las luces. Sin duda quien la iba a interrogar se ocultaba tras los focos. Comenzó el interrogatorio.
– Está usted acusada de dar asistencia médica a “gente extraña”. Tenía oculto en su casa diverso material sanitario, un “dispensario ilegal”. ¿Tiene algo que decir? – dijo otra voz más bien ronca.
– Yo no conozco a ningún extraño, soy enfermera, trabajo en el hospital… A veces visito a algunos ancianos vecinos o curo a los niños que se hieren en sus juegos… No oculto ningún material…
– No, no. Mucho material sanitario oculto y todo excusas.. Debe decirnos donde se esconden los rebeldes que usted ha curado…
– No conozco a ningún rebelde. Sólo curo viejos y niños del vecindario.
– ¿Dónde se esconden? ¿Cómo se llaman?
– No lo sé.
– ¿Les curaba antes de la liberación, antes de nuestra llegada?
– ¿De qué?...
– ¡Diga sus nombres!
– No sé nada de eso.
– ¡Diga dónde se ocultan!
– ¡No lo sé! – y Meimuna rompió a llorar ocultando su rostro entre las manos. La presión psicológica, las luces, las voces, todo aquello era demasiado para la muchacha.
La voz más ronca hablaba con otros personajes ocultos tras los focos.
– Mirad qué desagradecidos son. Les hemos liberado triunfalmente del dominio explotador de los españoles y no quieren colaborar. ¿Qué querrán? ¿Que vuelvan los españoles? No, no, el Gran Magreb comienza aquí y ahora. El Ejército liberador Real lo conseguirá. ¡Que lleven a ésta a la cárcel Negra!
Dos soldados entraron con rapidez. Meimuna fue esposada y con un sucio trapo le cubrieron el rostro. A trompicones, entre gritos y golpes fue empujada por los pasillos a una puerta trasera. Se oyó un ruido y la joven fue arrojada al interior de una camioneta.
Meimuna permanecía acurrucada sobre la chapa de hierro del vehículo. No podía ver que ya era de día. No vio cómo atravesaban la ciudad de El Aaiún. No vio las calles desiertas, ocupadas únicamente por controles y el vaivén de camiones militares.
La camioneta se dirigió hacia el este, hacia el Barrio del Ejército, en dirección a la cárcel grande, la Cárcel Negra.
Meimuna fue arrastrada hasta una pequeña celda de dos por un metro. La desataron y le descubrieron el rostro. Lo primero que vio fue un cuartucho oscuro, sin ventanas, sólo entraba luz por una mirilla con barrotes que había en la puerta metálica.
Permaneció de pie largo tiempo con la espalda apoyada en la puerta. Llevaba aún sus ropas de dormir, cubiertas con la melhfa que se puso apresuradamente al oír los primeros golpes en la puerta de su casa. No llevaba reloj, no podía saber ni la hora ni la fecha. La luz que pasaba por la rendija procedía de una bombilla eléctrica, encendida día y noche.
Agotada, se acurrucó en una esquina maloliente, apoyando su cabeza contra el frío muro. A veces la sobresaltaban las cucarachas corriendo sobre sus pies descalzos. Otras veces los guardias golpeaban la puerta con una porra para despertarla. No llegaban sonidos de la calle. Como un ruido fantasmal, a veces le parecía oír gritos, quejidos o sollozos, sin saber si eran de hombres o de mujeres. Pesadas botas militares resonaban por los pasillos.
Y otra vez golpes de porra en la puerta.
A través de una abertura rectangular de la puerta le pasaron un cuenco con una sopa aguada, fría e insípida, acompañada de un pedazo de pan duro.
En la celda había un bidón con agua, que le llenaban, no sabía a ciencia cierta, cada cuanto tiempo.
En un rincón había un agujero en el suelo a modo de sumidero. Meimuna tenía que beber de ese agua, asearse en la semioscuridad eterna de la celda y usar el sumidero como letrina.
Meimuna no supo jamás cuantos días pasaron, quizá una semana, tal vez dos… o más. Calculó que recibía comida cada veinticuatro horas, pero no podía estar segura.
Un día se abrió la puerta. Dos guardianes entraron y la arrastraron fuera. A través de pasillos interiores, a penas iluminados por bombillas colgando del techo, la llevaron hasta una sala grande. En el centro de la sala había una silla metálica donde la sentaron a empujones, como siempre sin mediar palabra. En un extremo había una mesa de oficina con un flexo encendido. En el techo había unos fluorescentes. Las ventanas cerradas y tapadas con unos cartones.
Entró un guardián vistiendo un uniforme que Meimuna no supo identificar. Comenzó a pasear lentamente en círculo alrededor de la silla y empezó a hablar.
– Mira muchacha… Tú podrías confesar algo de lo que sabes… O si no, podrías mejorar tu situación aquí. Somos muy comprensivos y una muchacha joven como tú podría cambiar su estancia si fuera más cariñosa… Creo que me comprendes ¿no?
Mientras terminaba su alocución se inclinó frente al rostro de Meimuna. La chica miró fijamente los ojos del guardián y le escupió a la cara.
– Te arrepentirás muchacha – dijo el guardián mientras llamaba a la puerta.
Entró otro guardián, con una sonrisa burlona en su cara. Llevaba un cubo lleno de agua con sal y lejía.
– Ahora confesarás tu crimen, o si no… – y empujó con el pie el cubo hasta dejarlo frente a los pies de Meimuna.
Se inició un forcejeo entre los guardianes y Meimuna. La obligaron a meter la cabeza en el cubo. Más preguntas. Angustia, ahogo, escozor del líquido en el rostro.
Así varios días sucesivos. Entre unos interrogatorios y otros Meimuna quedaba desmayada. Los guardianes consumaron su violación. Ella oía sus carcajadas, oía romperse sus ropas que saltaron hechas jirones, pero su cuerpo ya no podía sentir nada.
Los brutales guardianes siguen con sus torturas. Le aplican sucesivamente “ la felga” , “el avión”, “el pollo” y “la botella”.
Sobre el maltrecho cuerpo de Meimuna se sucedieron las atrocidades. Su piel presentaba las marcas de mil y una vejaciones, marcas de cigarros en los brazos, marcas de tubos de goma en la espalda. Sus ojos estaban cansados, los focos, la oscuridad, el baño de lejía y sal. Todo había afectado a su vista. Había perdido ya la noción del tiempo, no sabía si era día o noche. Los interrogatorios continuaban, infructuosos. Ella nada sabía. En su mente ya sólo quedaba un vacío atroz y la lejana imagen de sus ancianos padres ayudándoles a sobrevivir.
Tras todas aquellas aberraciones, en cierta ocasión, Meimuna fue sacada de su celda. Esa vez no fue conducida a la sala, sino a un patio. Apenas tenía oportunidad de ver la luz del sol, el azul intenso del cielo saharaui. La empujaron al interior de un camión GMC, cubierto con una lona cerrada. Había más personas allí, hombres y mujeres, pero no reconoció a nadie. Todos sollozaban acurrucados sobre el frío metal.
El camión partió hacia el norte, más de quinientos kilómetros bordeando la costa de Marruecos, su destino era la cárcel de Agadir.
Al llegar fueron empujados nuevamente al interior de oscuras celdas comunes. Las condiciones eran similares, sin luz, sin agua, sin ninguna concesión a la dignidad humana.
La comida era un agua turbia donde ocasionalmente flotaban algunos garbanzos.
El cansancio y el estrés de tanta tortura y del penoso viaje hicieron que Meimuna caiga rendida sobre el frío suelo de la celda. Se debatía entre el sueño y el delirio.
En su ensueño, Meimuna sufrió nuevamente como si se tratase de la realidad, sentía como se desarrollaba un embarazo en su vientre. Dio a luz a su hijo, pero fruto de tanto sufrimiento, el niño nació inválido, sin pies ni manos. Pero ese niño la miraba con sus ojitos brillantes, llenos de esperanza y en Meimuna renació la vida, el amor, las ansias de sobrevivir.
El sueño se convirtió de nuevo en pesadilla. Los abominables carceleros le raptaron a su hijo, sin más explicaciones. Su hijo, nacido del dolor y el sufrimiento, inválido, sin un nombre que le recordara, le fue arrebatado. Meimuna despertó asustada, temblando por el sufrimiento y el intenso frío de la celda.
No volvió a soñar ninguna otra noche de su cautiverio, sin embargo jamás pudo olvidar el extraño sueño. Las noches y los días serían una continuidad monótona salpicada por nuevas torturas y vejaciones. Así durante los siguientes dieciséis años……
(Continuará)
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